Algo de la poesía publicada recientemente en la Argentina.
lunes, 9 de junio de 2014
Susana Cella
Susana Cella (Buenos Aires), Incidentes, Gog y Magog, 2013.
No hubo fechas
No hubo más
techos, veredas, avenidas, bares, vigilias
ni ellos dando vuelos y quehacer
como cuando sus días
como cuando despertaba el jaulón
y los canarios alzaban la cabeza
para darle gracias a Dios por el agua bebida
como cuando no era devastación
ni saña lo que se preveía sino
una terraza sin parapeto desde donde
despegar para volarse por lo alto
y volver, al mismo nido, el mismo día.
Descolorida grafía
Fuera lo que fuera dicho de letras y colores
no recuerdo ni me importa
porque en este hoy húmedo y gris
de lluvia y frío extemporáneo,
me acato a lo que repetidas vocales auguran sin preguntar
de qué colores fueron las íes y las oes
qué causalidad hacen a la ausencia intempestiva y duradera en un tiempo y un sitio
robados e interdictos por extrema maldición
inaudita o sin palabras,
intocable o sin caricia,
invisible o sin emocionado sabor,
insípida o sin matiz,
amarga o sin perfume dulzor,
para esfumar los cinco sentidos convencionales
conjuntamente ellos evocadores y tiernos
por hacer también nula toda condición de humanidad.
Diego Reis
Diego Reis (Buenos Aires/Neuquén), Lo levemente ajeno, El suri porfiado, 2013.
No figuración
Hay un código de luces
que no sabe de sombras.
Hay un atareado rumor
que no conoce el viento
y que sin embargo lo espera.
Hay, a veces, lluvias sabias
y distancias sensibles al recuerdo.
Hay ecos simples,
efímeros, mortales
como los hombres
que saben que aguardan.
Hay
silencios de savia
ahí adentro.
Eterno retorno
Caen las hojas,
los vestidos vuelan,
el sol apenas entibia.
Vuelven a componerse
los viejos
poemas del otoño.
María Casiraghi
María Casiraghi (Buenos Aires), Loba de mar, Alción, 2013.
Hacia atrás
Pena de qué
si nada dicen las banderas.
Pena de haber visto
tantos valles
de haber andado esos caminos
sin tregua.
Pena
de haber subido
la arcilla blanda del acantilado
y no caer
derramados
como espermas
sobre la inmensidad.
Pena de no haber partido nunca.
Vivíamos a contrapelo
con el mapa del mundo dormido
y sobre el pecho una biblia amarillenta.
Del otro lado del océano
es África
me decían de niña
y yo nadaba
hacia adentro
para ver las madres negras
pariendo
el mar.
Pena de haber echado los perros al agua.
Destino
Nacimos así
toda la vida a tientas
rozando cuerpos que se alejan
reteniendo la poca luz de la ceniza.
Así llegamos a la mesa
cuando los platos están negros.
domingo, 11 de mayo de 2014
Tom Maver
Tom Maver (Buenos Aires), en Bonino/Maver/Núñez/Pérez Arango/Roggero/Saraceni, Razones para vivir en la dicha. Antología 2013, publicación del taller coordinado por Osvaldo Bossi.
Trane cuenta un sueño [John Coltrane]
Es noche cerrada y estoy en medio de una plantación
enorme de algodón tocando el saxo soprano.
No hay nadie en kilómetros a la redonda y nieva
como si nunca fuera a dejar de hacerlo.
Sé que estoy en el Sur porque a pesar de que acá
jamás nieve, mis pies están encadenados a la tierra.
Los copos salen disparados cuando llegan a la boca
de mi saxo donde soplo como un desquiciado.
Pero a pesar de que toco así sólo sale un murmullo,
voces que giran en la nieve, en mi sueño, y ya no sé
si estoy tocando o más bien oyendo algo antiguo,
una mujer pidiendo que por amor
de Dios dejen de darle latigazos a su hija, la voz
de Nina Simone cantando Strangefruit, Billie
Holiday aceptando que cuando viene el amor
ya no se puede hacer nada, Malcolm X manifestando que él
odia como un negro de la plantación, Langston Hughes
proponiendo que la poesía sea como la música, B.B.
King sonriendo al decir que tocar blues es ser dos veces negro,
Frederick Douglass contando cómo escapó del Sur
y en las plantaciones los cantos de los esclavos
expresaban la más profunda tristeza y la más plena alegría,
y yo recibo estas frases de una historia poco oída en un sueño
donde hago que mi respiración sea sonido, y que el sonido
sea un soplo que le dé vida a viejos terrores, a modos
de resistencia. Me encadeno a estas voces y las llevo
conmigo como en los barcos negreros a pesar del hambre
y del mareo y del maltrato, de una orilla a la otra, atravesando
el Infierno, llegó con nosotros también un ritmo,
una presencia todavía más antigua que los cuatrocientos años
de esclavitud. Y cierro los ojos y avanzo a ciegas siguiendo
las entonaciones, igual que en la iglesia metodista
de High-Point donde mi abuelo, el reverendo Blair,
predicaba y hacía que hombres y mujeres se sacudieran
en trances espirituales, despejando de sus almas al diablo
que los atravesaba de pies a cabeza, así yo me dejo llevar
hasta que de mi voluntad no queda nada más que unos
piolines electrizados. Cuando vuelvo a abrir mis ojos
estoy en un escenario en uno de esos bares perdidos
que no faltan en las giras, pero acá también nieva
y el público no quiere que toque, me silban, abuchean
a la banda, y comprendo como sólo se comprende en sueños,
que un músico negro siempre toca en una plantación
donde antes fue linchado un familiar suyo, donde
una tatarabuela vio por primera vez a los encapuchados
rodear a quien ella amaba prendiendo fuego
cruces de madera en la noche de Georgia.
Por eso yo soy en este escenario un pulso que tiembla
en el centro de los reflectores, conciente
de que tengo una alegría que sólo mi tristeza
puede comprender, y miro a mis compañeros y le digo
a Elvin con plena seguridad: "Estoy perdido. Seguime",
y arrancamos a tocar y los silbidos y toses y charlas
se apagan y llegado un punto yo dejo de oír incluso
la música que sale de mi saxo soprano
hasta que lo único que existe es el sonido de mi respiración,
como si la hubiera aguantado por años y ahora
la fuera soltando de a poco, abriendo al medio mi instrumento
como un baúl enorme de cosas perdidas
de donde recupero objetos, recuerdos, personas.
Todavía no lo puedo saber pero cuando despierte
me voy a dar cuenta de que durante todo el sueño
estuve tocando un tema que se llama Mis cosas
favoritas, una canción que habla de aquello
en lo que alguien piensa para alejar la tristeza.
Sólo que yo no pienso en ponis de colores
ni en gotas de lluvia sobre los rosales. No es esa
mi felicidad. Todavía para mí la alegría es una palabra
sin contenido, pura forma, que tengo que llenar
con pedacitos de mí, con música, y entre el envión y el salto
que sólo puede darse con la emoción, ahí debo soplar
hasta quedarme sin aire, porque la felicidad
también es un gran mareo, y ¿cómo frenar su desequilibrio?
"Vos sos parte de lo que tocas", me dice Naima
acariciándome. Naima es, por ejemplo,
una de las partes más punzantes de mi alegría.
La conocí cuando yo era un pobre tipo comido
por la heroína y el alcohol, el lugar común
de los negros de esa década, pero ella me tomó
la mano y me dijo: "vos sos parte de lo que tocas"
y separó mis dedos pegoteados para que contara
los días que hacía que no dormía, 3, 4, 5, haciendo
que le diera la razón a Miles por echarme a la mierda
del quinteto y haciendo que me diera cuenta de que
ir al correo con vergüenza a dejar un currículum
–¿qué podría decir un currículum mío?– para trabajar
como cartero era dejarme vencer. "¿Qué es más revulsivo",
me dijo, "que ver a un negro amar lo que hace?
Vos vivís de respirar adentro de tu saxo. Eso es Mis cosas favoritas,
amar la alegría, su soledad, esa cosa densa que nos pierde". Entonces
empezó a susurrarme Cada vez que decimos adiós, de Cole Porter.
"¿Oís, Trane? Tu música va a la inversa. Junta todo lo que sentís
durante esa soledad para luego, en el momento de volver a abrir
los ojos, decirme finalmente, 'Hola, Naima, acá estoy. Mira lo que hice'".
Joaquín Valenzuela
Joaquín Valenzuela (Dolores/San Clemente, pcia. de Bs. As.), La casa del deshielo, Huesos de Jibia, 2013.
la pescadora
la mujer le daba duro a medio mundo
rumbo arriba y un simple:
¡cornalitos! que con las uñas
retiraba de entre los hilos de alambre como
una araña sabia en aguas
ponía
los pececitos en un bidón recortado a
cuchillo y esa era la tarea: verse
en el reflejo de la ría
juntar
fruto de a poco
lo demás: tanques vacíos
sonares secos en lanchas líneas fijas al
fango y a cigüeñas entre
las poses del paseante
la nube al fondo con hebillas en
el pelo pastizales y patos
picazos revoleados todo en
pompa: globo globulinas de
sol ya en el flanco del ¡mirá
qué grande es éste, nene!
y un chico corrió hasta la mujer
abrió la mano
y atragantó al pejerrey por las agallas
la mujer le daba duro a medio mundo
rumbo arriba y un simple:
¡cornalitos! que con las uñas
retiraba de entre los hilos de alambre como
una araña sabia en aguas
ponía
los pececitos en un bidón recortado a
cuchillo y esa era la tarea: verse
en el reflejo de la ría
juntar
fruto de a poco
lo demás: tanques vacíos
sonares secos en lanchas líneas fijas al
fango y a cigüeñas entre
las poses del paseante
la nube al fondo con hebillas en
el pelo pastizales y patos
picazos revoleados todo en
pompa: globo globulinas de
sol ya en el flanco del ¡mirá
qué grande es éste, nene!
y un chico corrió hasta la mujer
abrió la mano
y atragantó al pejerrey por las agallas
que desde los
baldíos se levante
que desde una
esquina surja en hoja de
papel glaseado
en alto y que
oro en hojas
palpite sus humedades
pepitas de
rocío
el espectáculo
de la luz no pare
reflejo laser
trópico a tus ojos
lentos
levantados
para picar en
parpadeo
las cañas
aromos de
romero
cien picos sin
florescencia
sin
inflorescencia
desde las
cortaderas hasta la lavanda
y los cítricos
reflejos
de planta
permanente
un sol flojo
domingo, 4 de mayo de 2014
Yamil Dora
Yamil Dora (Casilda, Santa Fe), Un mar que existe, Ciudad Gótica, 2013.
naves negras
I
8
verás el sol y verás
cada caída del sol
II
2
yo clavo el ojo
y no entiendo
un imperio sin sol
como quien ama al frío
como quien ama el espanto
de una bala cuando frena
ay
qué pobre el día que se viene
con armas de juguete el tiempo
se ha llevado todo
15
otro lunes
stevens
todos los pájaros fruto
de habernos quedado
sin nada
sábado, 19 de abril de 2014
Jorge Dipré
Jorge Dipré (Córdoba), Cicatriz, Ediciones Recovecos, 2013.
Seis balas
Vendí los zapatos
los juguetes de mis hijos
una caja con libros que compramos
con el dinero que nos regalaron cuando nos casamos
algunas otras chucherías.
Con lo recaudado compré un revolver usado.
Elegí uno con el que habían matado primero a una adúltera
y luego a un policía que intentó robar una panadería.
Pasión y delito, rumié. Saqué la bolsa con billetes y monedas
y me llevé el fierro guardado cerca del corazón.
Tenía muy claro para qué lo quería
pero desperté de golpe.
La persiana había quedado entreabierta
un rayo de luz cruzaba la habitación
y me daba de lleno en la cara.
A mi lado aún dormía ella
desde la calle llegaban los ruidos de un día a medio hacer.
Recordé el revolver
y me pregunté para qué lo querría.
No me gusta cazar, no he matado ni a un pájaro en toda mi vida
mis odios no son tenaces
sin embargo, la vigilia súbita, plegada aún al sueño
me llegaba con una calidez, una sensación de completitud
que me sobrecogió.
En la mesa de luz se apilaban los libros
que entregaban sus historias de a tramos.
Repasé cada carátula sentado en la cama
antes de levantarme y meterme en el baño.
El espejo devolvió el rostro de un hombre de
casi cincuenta años, desnudo, con barba desprolija
demasiados pelos en el cuerpo
ojos aún hinchados, algo excedido de peso
con ilusiones masticadas como chicle
y aliento a perro.
Trago amargo a esta hora del domingo
cuando el cepillo de dientes te reclama el abandono
y la cabeza no logra decirle al cuerpo que otro día
que otro día
mientras, en la mesa de luz,
en el cajoncito, junto a las medias y un viejo reloj
duermen seis balas
para ningún revolver.
Francisco Garamona
Francisco Garamona (Buenos Aires), Nuestra difícil juventud, ilustrado por Vicente Grondona, Iván Rosado, 2013.
ME
parecía
como
si el agua
volviese
a girar
en el sentido
que no pudimos
encontrarle.
Restos
de un
naufragio
en las vértebras,
cristales
que encierran
un secreto.
Es la palma
de la mano
al darla
vuelta,
sobre
un rayo
del sol
la que
oscurece
el ganado
(cuatro o cinco
ovejas roñosas,
dos caballos,
todos pronto
a ser comida
del malón).
Quien
encuentre
salobre
esfuerzo,
en el sacudón
del océano
guarde
un registro.
Quién persista
en la tabla
de marear,
Pedro o Martín
nombres de ahogados,
para fijar
sus piedras?
viernes, 4 de abril de 2014
Analía Giordanino
Analía Giordanino (Santa Fe), en Yo soñaba con comprarme una combi. Selección de poesía santafesina contemporánea, prólogo de Fernando Callero, Erizo, 2013.
Puntada con hilo
Cuando enhebrás una aguja
a veces el hilo que se enhebra
se afina por zonas diminutas.
Hay que mojarlo con la lengua
para que entre en el ojo de la aguja.
A veces no entra.
El ojo puede ser grande
y entonces parece
que es fácil enhebrar.
Es fácil. Pero después
la punta te abre
un redondel grande en la tela
en la trama.
Y el nudo que amarra costura
al final del hilo se pierde.
Pasa como agua.
Las agujas que sirven
son las de ojo chico:
para costuras a mano
para ruedos finos
para puntada escondida.
Una costura a mano se resuelve así:
levantás un hilo de la trama visible
das la lazada arriba
(esa tela no se verá,
no importa si picás grande)
terminás el punto abajo
(queda un ángulo agudo)
en otro hilo de la trama visible.
Es como los dos caminos: el ancho y el difícil.
¿Te acordás de las figuritas difíciles?
Pocas había. Muchos sobres había que comprar.
Si el hilo es nuevo y no hay irregular en el enrolle
tampoco quita que sirva una aguja de ojo grande.
Pasa lo mismo: la puntada corre y no queda.
Yo no quiero decir nada con esto.
El amor es un trabajo como cualquier otro.
Doomsday
Lijar un mueble es cosa de paciencia.
Tengo estos materiales,
hace días que los usan mis manos:
lija de 90, espátula, removedor,
aguarrás, tinner.
A medida que salen las superficies
reconozco colores superpuestos:
blanco baldío, negro cerrado, gris elefante.
El gris suena a hueco de hospital.
El negro me habla de un hombre viejo.
El blanco baldío es baldío,
dejó su yuyo
en los ligamentos
de la madera.
En algunas partes queda
la madera pura:
un color zapallo
que dan ganas de lamer
o sembrar.
No sé qué madera sea
pero imagino un árbol dorado,
de membrillo.
Este objeto de la casa me habla
desde que empecé la lijada.
No sé bien qué me dice.
Yo recibo su polvillo planeador
y hago dibujos con él
sobre una baldosa.
En las manos me quedan grietas
secas como piel de laucha,
cuadradas, yemas duras,
músculos trapecios tirantes.
Cuando termino el trabajo del día
me pongo crema de caléndula
y llamo por teléfono a mi amor.
Le cuento cosas inútiles:
que la lijada me dejó doliendo la espalda
que la crema es blanca, huele lindo y calma
que la paciencia sobre los muebles
es una canción con muertos y con árboles
que estoy cansada pero contenta
que todo puede ser posible
mientras el sol brille y él venga.
Si éste fuera el último día del universo
me gustaría irme así.
Carolina Massola
Carolina Massola (Buenos Aires), La mansedumbre del pez, Zindo & Gafuri, 2013.
Inventar lo invisible a la boca
como el tallo que no vive la próxima primavera,
el destello enceguece pupilas en ruinas.
Cuando suden magnolias las ramas de ayer
y relamas el polen,
Tú
escarabajo antiguo,
brillante sobre lo blanco que te es ajeno,
el salto a tierra fi rme espera,
no olvides reproducir la flor.
Elijo los árboles callados
los árboles entrando al cielo con sus brazos en alto
cuando todo pase
quisiera saber que ellos seguirán erguidos.
Creer que no todo fue profanado
Alfredo Luna
Alfredo Luna (Catamarca/Buenos Aires), Vigilia hereje, Último Reino, 2013.
una brisa se esconde debajo del agua
sueño que me arrepiento
que le pido perdón
a la mínima hermosura
donde los árboles cantan.
imagino que reclamas desde allá
por la brisa que propaga esta pena;
sospecho que nunca podré cavar el agua
hasta encontrarte en el cuerpo de la noche.
¿por qué tengo que esperar la hora?
de pronto esta mañana es un fecundo negror que ruge
tu palabra remeda un fulgor
ahora besar y decir son gestos tardíos,
aunque la dicha se abra en mí
como algo más eterno que el viento,
aunque caiga de tu nombre
ese cardumen de panes.
domingo, 30 de marzo de 2014
Ana Claudia Díaz
Ana Claudia Díaz (Santa Teresita/Buenos Aires), Conspiración de perlas que transmigran, Zindo & Gafuri, 2013.
Lo que doy
Irse siempre.
Como una ofrena
reverbero
aquietando el mundo
como aliento tornasol
irse en la rojez
o en la roja hierba de marea
un augurio
presagio o rumor virado
de donde voy.
Teorema de espaldas
Solo tenemos miedo
al multitudinario caer de peras
sobre nuestras cabezas, nada más.
incluso si y solo si
estamos reposando bajo un olmo
del bosque en otoño.
Ahora, cae el cuerpo pesado sobre la misma silla
y nadie sabe que lo que se carga
sobre las espaldas al subir la montaña
es para emancipar el rebote.
Los cuerpos indios nos dicen
que hay muchos lugares desde donde
se deja ver esa constelación de estrellas
que nos separa en segundos.
Aros amarillos de cielos profundos que varían y templan.
Arcos que titilan y desaparecen si es que uno los quiere agarrar.
Ajeados también nuestros rostros, de tanta arena que vuela
ahí arriba repletas de vestigios
quedaron las señales que eran signo de la realidad
rasgos entrelazados, y cada una de las partes iguales del tiempo
en que elegimos regresar hasta la culpa, luciéndonos.