Alejandro Méndez (CABA), Pólder, Buenos Aires, Bajo la luna, 2014.
Un cuáquero en la corte de los milagros
La educación sentimental
fue un título con abandonos documentados.
La educación sentimental
fue pura vocación crónica y automedicación.
La educación sentimental
requirió posgrados y maestrías.
Sentimental,
la ambición por el mar proclamada desde la orilla.
Sentimental,
la disposición del repertorio de nombres propios.
Sentimental,
la nota más alta en el karaoke.
Mi educación sentimental
fue como el grito de guerra de los esquimales, en silencio.
Mi educación sentimental
fue como el rezo secreto de los ateos.
Mi educación sentimental
fue como el ave fénix, pero mis hombros no cargaron el cadáver de mi padre.
Educado
con el metrónomo de las pasiones menores.
Educado
en la creencia del dios de la simetría.
Educado
para mirar el Rubicón sin cruzarlo.
Una educación sentimental
para poder contarla y despuntar el vicio por los aforismos.
Una educación sentimental,
ahora que la lírica está muerta y hay déficit de laúdes.
Una educación sentimental
revisionista y autoindulgente para llorar a secas.
Sentimental,
la mano que escribe ajena al cuerpo que la sostiene.
Sentimental,
aun leyendo los diarios o sacando la basura.
Sentimental,
en los 0.4 segundos de la sístole y otros tantos de la diástole.
Tuve una educación sentimental
con temblores como un cuáquero del siglo XVII.
Tuve una educación sentimental
jacobina en las despedidas y garantista en el placer.
Tuve una educación sentimental
supersticiosa a la manera de los pigmeos.
Fui educado
por la didascalia homoerótica de mis tías.
Fui educado
en el dojo de un cinturón negro para aprender a caer con elegancia.
Fui educado
para ser paciente como un filólogo con su piedra Rosetta.
Sentimental,
por las mañanas separando las hebras del té.
Sentimental,
el tarareo del estribillo de esta canción.
Sentimental,
la diáspora de amantes.
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