lunes, 1 de agosto de 2016

Jorge Aulicino


Jorge Aulicino (CABA), Corredores en el parque, Barnacle, Buenos Aires, 2016.























Mujeres que cuentan su experiencia

Mujeres que cuentan su experiencia,
el alto tejado ajeno, el regreso
a la casa paterna,
el dentista, los chicos ensortijados, altos ya.
El trabajo alienante las has hecho sentir la distancia
-que en realidad existe- entre lo que se recuerda
y lo que se ve: bolsas negras
para devolver a la tierra
la ropa y el tocador de la madre muerta;
cartas que no se sabía que existían, el dentista,
el plomero, el trastorno de hoy, el auto finalmente
parado en el costado de una calle,

y mirar enfrente a los que corren en el parque.












Así como los merovingios decayeron y degeneraron

Así como los merovingios decayeron y degeneraron
en bebedores, idiotas de ambición, menores,
así la tarde ha pasado de un raro castaño general
a un gris vidrioso y caliente atravesado por insectos
que dan vueltas alrededor de dos luces ahí no más, en un balcón
cuyos bordes están herrumbrados, y recién me doy cuenta.












Ahora, las cosas que no son fundamentales para mí

Ahora, las cosas que no son fundamentales para mí
forman una difusa legión, como ciertas veces las sombras en el día.
Son, entonces, las cosas realmente importantes y casi siempre inaccesibles.
Ahora, llueve sobre el río: no hay nada más inútil que esta lluvia sobre el agua.
Tal vez nada más fascinante, por otro lado.

Papá se achicó con los años. Aunque no podía contener su ira natural
y tampoco descuidaba su pelo ni su cara, hablaba a veces en italiano
y se mostraba atento a muchas cosas que para él antes no eran nada.












Pongamos que oyeras todos los sonidos como un ciego prodigioso

Pongamos que oyeras todos los sonidos como un ciego prodigioso,
como Daredevil, el superhéroe inválido: no serían las voces sino
del dolor, de la ambición, de la villanía, del crimen, de los despachos
y de los galpones, de las construcciones y los entierros:
no serían las voces ni los sonidos -taladros, sirenas, disparos- de una
civilización que se extingue.

Te basta con las voces y los sonidos del pasillo. Son los mismos.
El don sería oír los pasos de una lagartija en tu cuarto.
Podrías decir entonces que oís el corazón del universo,
su din-don, su campana, su mecanismo racional o carnívoro.
Todo lo que sube en cambio al cielo es de la obra, la marcha,
la estridente sinfonía en un vacío donde no ululan los vientos
ni cazan los murciélagos.













17

La consistencia de la musa es la de los fantasmas corredores
en el parque; la musa pierde la consistencia al ritmo
de la disolución de los fantasmas; la musa necesita los cuerpos;
necesita desafiar la continencia y la pertinencia de los cuerpos
y encender ciudades en ellos como en un mapa aéreo.
La musa necesita el recorrido eléctrico de los pensamientos,
la inmaterialidad que hará materiales las trasmisiones incorpóreas;
aquello que se da del uno al otro; aquello que produce breve convulsión,
la catatonia pasajera: “Canta, oh Musa, la cólera del Pélida
Aquiles” que sembró males llevado por Amor; esto es, trasmisión
de La musa, la única que canta: sin empuñar el instrumento canta en él,
legitima las transacciones, aun las comerciales; pone arrobo en la tez,
cristaliza el negocio, facilita la circulación de los humores.

Ahora pierde consistencia, se han blindado las ciudades, no las asedian.
Corre por un parque entre plátanos, pinos, fresno y sauce.
Ejercita el lento circular de lo inmaterial, como río, entre hombres que querrían
ser inmortales. Sólo para correr y tomar jugo de naranja.













































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