lunes, 27 de marzo de 2017

Santiago Sylvester



Santiago Sylvester (Salta), El que vuelve a ver, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.















                                                                (necesidad de lo previsible)


Hoy llueve y mañana
lloverá: lo dice la televisión, y lo bueno de este mundo es
      que sea previsible
para que ocurra lo imprevisto: cómo reconoceríamos lo
      prodigioso sin el telón de fondo de lo habitual: lo que
      llega de golpe
sin la lectura del diario ante una taza de café
qué sería de lo no dicho, de lo que nunca se dirá
sin la sabiduría que se atribuye al que calla: el misterio del
      solitario sin lo intrincado de la multitud:
qué sería del suceso
si no pudiéramos verlo.

                                        La necesidad de perfección
y la necesidad de usarla: sentimientos antiguos, tal vez un
      poco inactuales:
en ellos caben palabras, deseos, pensamientos:
el vértigo de saber que algo ocurrirá,
y gracias a lo previsible
no sabemos qué.












                (según Pascal, la mayoría de los males vienen al hombre 
                                                     por no saber quedarse en su casa)


Hay muchas razones para no salir de casa:
cómo saber qué quiero hacer
con todas las opciones que nos rodean:
no es que no prefiera alguna,
hablo de saber si hay una en mí.

No voy a hacer lo que no quiero hacer
ni voy a hacer lo que no tengo que hacer: el resultado no es
       el mismo si el motivo cambia:
no es le mismo color
si el blanco es por carencia
o por abundancia: no es lo mismo
escalón que desnivel:
pobreza que austeridad: es casi lo contrario:
y hablando caro
no quiero tomar sol
ni tomar sombra:
no quiero estar aquí
y mucho menos no estar:
no quiero mojarme
pero menos estar seco: tengo motivos para todo eso.

Lo verdaderamente difícil no es ganar o perder, tener
o no tener razón,
sino hacer propio un argumento
considerando todos los que andan sueltos por ahí.













                                                                (insistencia de Pitágoras)


Según la teoría pitagórica
hasta el silencio es sonido y música:
no lo advertimos por la continuidad: carece de intervalos:
     el mundo como es: siempre llueve, siempre
sale el sol,
siempre hay viento, carencia, bienestar: siempre
hay muerte y vida y otra vez: así
hasta que cante el gallo
y después se calle, y amanezca.

                                                     De pronto
alguien lo advierte
y empieza la cuenta de nuevo: recomienzan el murmullo, la
    vociferación:
el tributo sinfónico de la disonancia, hasta que de tanto
    recomenzar
tiene otra vez razón Pitágoras: todo es continuidad
y entonces ya no se oye
ni se ve;
hasta que alguien vea de nuevo.












                                      (a qué hora exacta fue escrito este poema)


Una dosis de inexactitud parece necesaria:
en el ladrido del perro, en la lluvia, en la cebolla del caldo,
      en el cuidador del parque.
No todo tiene importancia o justificación: hay alivio
en que algo tenga que fallar.

Un balazo puede ser exacto si mata;
un pedazo de carne, si calma el hambre;
pero hay demasiada cosa inexacta como para ponderarlo: la
     estadística apuesta a lo impreciso:
cuándo ocurrió el nacimiento, el tornado, la salida del tren,
     la muerte del anciano.

Que no haya prisa ni tardanza, ¿es exactitud? ¿que el
     desenlace sea cuando tiene que llegar?

Pura falacia.
Inexacto el tiempo, la distancia, el fenómeno meteorológico:
     lo que llega
actúa y sigue
con la única necesidad de suceder.



















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