Algo de la poesía publicada recientemente en la Argentina.
viernes, 31 de marzo de 2017
Gustavo Tisocco
Gustavo Tisocco (Corrientes/CABA), Reina, Vinciguerra, Buenos Aires, 2016.
Entonces no estaba mal
tocarse bajo las sombras
y que el árbol sea testigo del calor
del deseo.
Pero un viento tenaz increpaba
y sentíamos pecado
en aquello que al fin no estaba prohibido.
No estaba mal
sentir el gusto a menta
desde la boca del otro,
sentirse por un instante
la triste durmiente
la que espera siempre
la que llora por amor en los puertos.
No estaba mal después de todo
indagar lo que sentíamos
como un amuleto de libertad
y que esa libertad no sea precipicio.
¿Podré salvarme
si beso tu cicatriz?
Hombre
me has condenado
y anhelas mi lengua sobre la llaga.
Quieres mis rezos,
mis rodillas sangrando,
que el gallo cante.
Exigen mi sumisión,
lágrimas sobre tus pies,
latigazos en mi espalda.
¿Quién debe salvarse entonces?
¿Quién...?
Jugábamos a la escondida
en el patio trasero,
incrédulo
buscaba el roce
del niño aquel:
mi caballero.
Todavía
traspiro
si me escondo.
jueves, 30 de marzo de 2017
Gisela Galimi
Gisela Galimi (Lobos, Buenos Aires/CABA), Flamenquitos y otros poemas, Textos intrusos, Buenos Aires, 2017.
Seguirillas -por martinetes-
La letanía del cante
se mezcla en mi cabeza
con el golpe del martillo
sobre el yunque.
Cuevita mi alma,
minero tu destino.
La sangre, el dolor
y el clavo pegando
-prolijito-
En compás de siempre
tu recuerdo.
Bamberas
Columpia en sí y no
la respuesta
taco punta
taco punto.
Bambera que mece
columpia en los párpados
la respuesta.
Doble columpio.
Y la pregunta
de nogal,
de fruto
dura por fuera, blanda por dentro,
aún no ha sido lanzada.
Columpia en sí y no
la respuesta.
Leyenda de la creación
Huelo el jazmín y no las rosas
Avedis Hadjian
En el paraíso no había rosas,
su esencia de pétalo en tallo de espinas
no era posible.
Eva disfrutaba el olor del jazmín
pero algo faltaba
en su cuerpo
de fruto.
Adán se animó a morder el dolor.
Entonces Dios supo
que habían
crecido. Y les dio
la rosa.
lunes, 27 de marzo de 2017
Santiago Sylvester
Santiago Sylvester (Salta), El que vuelve a ver, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.
(necesidad de lo previsible)
Hoy llueve y mañana
lloverá: lo dice la televisión, y lo bueno de este mundo es
que sea previsible
para que ocurra lo imprevisto: cómo reconoceríamos lo
prodigioso sin el telón de fondo de lo habitual: lo que
llega de golpe
sin la lectura del diario ante una taza de café
qué sería de lo no dicho, de lo que nunca se dirá
sin la sabiduría que se atribuye al que calla: el misterio del
solitario sin lo intrincado de la multitud:
qué sería del suceso
si no pudiéramos verlo.
La necesidad de perfección
y la necesidad de usarla: sentimientos antiguos, tal vez un
poco inactuales:
en ellos caben palabras, deseos, pensamientos:
el vértigo de saber que algo ocurrirá,
y gracias a lo previsible
no sabemos qué.
(según Pascal, la mayoría de los males vienen al hombre
por no saber quedarse en su casa)
Hay muchas razones para no salir de casa:
cómo saber qué quiero hacer
con todas las opciones que nos rodean:
no es que no prefiera alguna,
hablo de saber si hay una en mí.
No voy a hacer lo que no quiero hacer
ni voy a hacer lo que no tengo que hacer: el resultado no es
el mismo si el motivo cambia:
no es le mismo color
si el blanco es por carencia
o por abundancia: no es lo mismo
escalón que desnivel:
pobreza que austeridad: es casi lo contrario:
y hablando caro
no quiero tomar sol
ni tomar sombra:
no quiero estar aquí
y mucho menos no estar:
no quiero mojarme
pero menos estar seco: tengo motivos para todo eso.
Lo verdaderamente difícil no es ganar o perder, tener
o no tener razón,
sino hacer propio un argumento
considerando todos los que andan sueltos por ahí.
(insistencia de Pitágoras)
Según la teoría pitagórica
hasta el silencio es sonido y música:
no lo advertimos por la continuidad: carece de intervalos:
el mundo como es: siempre llueve, siempre
sale el sol,
siempre hay viento, carencia, bienestar: siempre
hay muerte y vida y otra vez: así
hasta que cante el gallo
y después se calle, y amanezca.
De pronto
alguien lo advierte
y empieza la cuenta de nuevo: recomienzan el murmullo, la
vociferación:
el tributo sinfónico de la disonancia, hasta que de tanto
recomenzar
tiene otra vez razón Pitágoras: todo es continuidad
y entonces ya no se oye
ni se ve;
hasta que alguien vea de nuevo.
(a qué hora exacta fue escrito este poema)
Una dosis de inexactitud parece necesaria:
en el ladrido del perro, en la lluvia, en la cebolla del caldo,
en el cuidador del parque.
No todo tiene importancia o justificación: hay alivio
en que algo tenga que fallar.
Un balazo puede ser exacto si mata;
un pedazo de carne, si calma el hambre;
pero hay demasiada cosa inexacta como para ponderarlo: la
estadística apuesta a lo impreciso:
cuándo ocurrió el nacimiento, el tornado, la salida del tren,
la muerte del anciano.
Que no haya prisa ni tardanza, ¿es exactitud? ¿que el
desenlace sea cuando tiene que llegar?
Pura falacia.
Inexacto el tiempo, la distancia, el fenómeno meteorológico:
lo que llega
actúa y sigue
con la única necesidad de suceder.
domingo, 19 de marzo de 2017
Paula Yende
Foto tomada de la página Bitácora de vuelo. |
ahora que
he vuelto
a cerrar
paquetes
a cortar
con tijera
lo que
sobra
ahora que
sé que no sé aún lo suficiente
puedo irme
a la cama
satisfecha
de lo que he aprendido
la fórmula
del acaso.
lunes
en copenhague
es el año de las flores
en brasil
todo el año es carnaval
en algún
lugar del planeta
será este
lunes
spudnik, mi
amor
toda la
life es un satélite
solo
quisiera mirarte a los ojos
y besarte
en el más
austero silencio
es lunes,
sí.
sabes
que el día está listo
la luna siempre gana
aunque te tumbes a la bartola
o trabajes para el amo invisible
detrás de las paredes
la tv ataca
aunque hables de alguna belleza
o digas dos o tres pavadas
para salvar una sonrisa
ya sabes
la gente consume infiernos
o el infierno
nos consume
a todxs
nos trata la realidad
detrás del mostrador.
sábado, 18 de marzo de 2017
Germán Arens
Germán Arens (Bahía Blanca, Buenos Aires), ¡Oh, qué lugar más bello!, Barnacle, Buenos Aires, 2017.
Olvidada la información genética de la primera
célula
damos vueltas, vueltas y vueltas; sin recordar que no
hay en las palabras un nombre que nos distinga.
Afuera llueve. En alguno de sus cuerpos, mi viejo sillón amarillo sufre la ausencia de quienes no vienen. Bajo el techo se refugian tres mosquitos. Uno parece una pequeña piedra de coral. Alguien me dijo que tienen cuarenta y siete dientes y son las hembras las que pican. Antes de dormir debo matarlos. Siempre es de noche cuando percibimos los cambios que impone el presente. Sin embargo, a pesar de no ser un momento apropiado para manifestar inteligencia, me observo con bastante indiferencia en una situación que pocos soportarían.
A nosotros los años nos entran por una oreja
y se nos van por la otra; somos los eternos.
Acuérdense de Fabián, cuando dijo que
el gran problema de muchos era soñar demasiado
antes de responsabilizarse por algo.
Escuchémonos, estamos al borde de algo,
no hay más que locura en cada palabra que decimos.
Si perteneciéramos a una tribu, se equivocarían
al nombrarnos como a una de las más agresivas.
El hecho de que muchas veces tardemos
en ponernos de acuerdo no significa nada:
Mirá si serán bravos que vienen peleando entre ellos,
dirán las demás.
El tren se detuvo a las tres de la mañana. Nos pusimos
las escafandras y subimos a un vagón de clase turista. Un guarda simuló no
vernos y se metió en el baño. Un niño rubio despertó a su madre. En el portaequipajes
dormían tres hombres jóvenes. Les ordené abrir los ojos, uno de ellos estaba desdentado.
A través de al-gunas ventanas semiabiertas se podía ver el mar. A esas horas
el agua parece aceite. Le pedí a mi compañero que registre a todos los pasajeros.
Prendí un cigarrillo. Me dirigía hacia la puerta opuesta cuando mi pie derecho
tropezó con algo. De inmediato alguien apartó una mochila de mi camino. Ella
tenía el pelo rojo y unos ojos dignos de ser idealizados (El amor no es más que
un proceso de selección de pareja). Le dije que no le haría daño, que rastreábamos
alienígenas, que todos los pasajeros estaban sospechados. Le pedí que levantara
su brazo izquierdo. La temperatura media de los invasores está cinco grados por
debajo de la nuestra. En el interior de su bolso, además de ropa llevaba una pistola.
lunes, 13 de marzo de 2017
Valeria Tentoni
Valeria Tentoni (Bahía Blanca, Buenos Aires), Antitierra, Ediciones Neutrinos, Rosario, 2016.
SI TUVIESE QUE ELEGIR UNO
entre todos los héroes
mi héroe sería Leonardo Da Vinci.
Dicen que inventó la polea, el tenedor
y hasta una máquina de hacer fideos
que hoy se parecería un poco a la pastalinda
que mi abuela paterna abandonó hace años
y cambió
por las pastas frescas al vacío
que venden en la Cooperativa Obrera.
Dicen, también, que andaba
de acá para allá
sólo con dos cosas a cuestas:
esa máquina
y su Mona Lisa,
aunque una amiga
que fue a Europa me dijo
que la Mona Lisa es una mierda, al final.
Da Vinci inventó, además, la servilleta
(dicen)
y antes de ese invento
se limpiaban las manos con conejos blancos
vivos
atados a las patas de las sillas.
También me dijeron
que mucho de lo que circula
de acá para allá
sobre Da Vinci
es mentira.
Pero a mí me gusta creerlo todo.
O que la exactitud
es una versión más
entre todas las posibles
de un hecho.
UN CORAZÓN ITALIANO COMO EL MÍO
no puede menos que servir
en el plato
mucho más de lo que se puede comer
sin empacharse.
Ahora estás mirando ese plato
de frente
con los cubiertos limpios
sobre una servilleta blanca.
LE PREGUNTO CUÁNTO ME QUIERE
y le pido que lo cuente en kilos de alfalfa, en jaulas de
leones, en latas de duraznos en almíbar.
La cantidad es una trituradora de oficina
que convierte a las palabras
en cintas de papel
en las que ya no puede leerse nada
de lo que se dijo antes
como si fuera cierto.
MI CORAZÓN ES UN CINE CONTINUADO
en el que alguien se masturba
en la oscuridad de la última fila.
Un lugar al que nadie entra
sin algo para esconder
y algo para confesar.
Mi torpe y astuto y víctima y cerebral
corazón
tan angurriento
como la pollera que abría de chica
bajo las piñatas
para llevarme más caramelos que el resto.
Es un aula de colegio católico vacía
después de clases, el sol que entra
y fulgura ese vacío
y se impone y luego se retira,
y devuelve los pupitres a lo oscuro.
Todos los libros que presté
y nunca me devolvieron.
Mi corazón es una máquina de expectativas
que se atasca de noche. Un soldado que vuelve a casa
después de equivocar los himnos.
El movimiento que se reserva
una bicicleta quieta.
Y la posibilidad, ese límite granulado
que lo recibe.
También es
quien me acuna y quien me ahorca,
y quienes me relevan
del trabajo del amor
hacia los otros.
Ahora te muestro este corazón redondo
y te lo ofrezco
a pesar de su forma.
lunes, 6 de marzo de 2017
Silvio Mattoni
Silvio Mattoni (Córdoba), Caja de fotos, Bruma ediciones, Mendoza, 2016.
1973
Como disminuyendo, minúsculas tablitas
paralelas, las baldosas de la vereda trazan
sus líneas, interrumpidas por papeles, residuos,
restos de cigarrillos. Otras tablitas como
de piedra surgen de una pared muy breve:
un marco quizás por el escalón blanco
que invita hacia una puerta invisible, todo
blanco presente indica una ausencia oscura.
¿Qué busca esa pareja más allá? Ella,
difuminada, de vestido floreado se inclina
hacia lo más bajo de una vidriera, y él,
casi una mancha, pareciera decirle algo
al oído. Sí, mucha gente camina o se detiene
en brillos de las ropas con la cabeza en sombras
a través de la vereda, hasta donde la esquina
se vuelve nube gris, contorno indefinible.
Pero, más acá y ahora mismo, el primer pie
de un paso masculino y el derecho de ella,
que se aleja, tocan la misma línea. Lentes
grandes y oscuros, con un marco de metal
que brilla cuando gira el grueso cuello masculino,
grasoso en su camisa abierta y en su vientre
que sombrea la bolsa de papel en la mano.
Tacos, de ella, buscando acaso una recta
infinita entre sus pasos de cornisa ficticia.
¿Pero qué miran esos lentes negros, a dónde
inclinan los gestos su semicalvicie? Hay,
perdido, un objeto claro en la mano,
hábil mano que apenas siente el peso, de ella:
dos piernas cortas pataleando y el niño,
seguramente sin habla, hacia el suelo
como buscando plata de paseantes distraídos,
pareciera un adorno de la cartera. ¿Es ahí
adonde se dirige la mirada del gordo, o más bien
hacia el vientre o el pecho, esa carne materna
subrayada por las rayas del vestido?
Si no existiera el pudor, ¿sería posible
preguntar si la madre, ya no ella, acaso
bajó así al niño para mostrar su cuerpo
o librar la otra mano para golpear
intensamente al tipo de los lentes o quizás
rozar el vello de su brazo descubierto, estival?
¿No sonreiría el niño, ahora, si pudiera
volver a ver su vida, ver su madre
tan anónimamente deseada, esa tarde
calurosa? ¿Y en qué ciudad, si es niña,
mostrará ella el legado del paso recto,
la mirada ausente y la mano como lánguida,
suelta, esperando? Habrá muerto, o casi,
el gordo en estos años y el cuerpo que miraba
ya no resistiría las lágrimas de sus ojos,
de escuchar tal vez boleros, detrás de los lentes,
que hablan de la muerte, la descomposición, de lo fugaz.
1981
Si no fuera por ese triángulo, colgando,
de metal, ¿pero de dónde cuelga?, se diría
que ese cielo tan claro, más pálido hacia abajo,
no es de este mundo. Y el poste, infinito casi,
lo divide, busca una parcela de la figura
esbelta del muchacho. Detrás hay una playa
rodeada de paredes sin revoque, ladrillos
que la intemperie o la luz matizaron
como queriendo distinguir las cosas y nunca
repetirlas. La playa de estacionamiento,
cercada, desde la calle deja ver los autos,
su brillo, cuatro blancos, dos negros. Pero
la ropa del muchacho oscurece hasta el cielo.
El pelo cubre sus orejas, aunque se mueve
por alguna ráfaga del atardecer. Sus ojos
miran hacia quien lo mira. La sombra,
¿es de las cejas o es la luz de los pómulos
o la nariz delgada o el mentón
que hace finos los labios, lo que relumbra
demasiado? La capa acaso roja y esa especie
de túnica dorada denuncian un disfraz, sin embargo
en la solemne quietud de su cara, más bien
que en la incongruencia del vestido, en su cuerpo
inmaduro, se muestra, como esa vincha
con una estrella esponjosa y trunca, llena
de puntos iridiscentes, que no existe
propiamente un disfraz. Abajo, una etiqueta
de cigarrillos tirada quizás lo invitara
a volver un poco el rostro, inclinarse, esconder
uno de esos ojos fijos hacia adelante. Pero
tampoco la parecita de la playa lo induce
a descansar su codo, a ensuciar algo el traje
o la mano, de dedos largos, más oscura
que el blanco de las calzas donde la otra, la izquierda
apenas roza el muslo. Acaso el pelo esté
llegando ya a los hombros, después de diez años,
o el confort lo ha llevado a un disfraz masculino.
Ya la barba dará sombras nuevas
a su cara o tal vez, si todavía
no se fue como un fantasma artificial de carnaval,
tenga una hija, pero aunque ella reproduzca
el vacío en que se hunde su mirada negra,
no podrá hacer de efebo más que en obras
del viejo Shakespeare en un colegio de señoritas.
1981
Parece artificial, no una pared, el fondo
gris oscuro, aclarándose por una extraña luz
de lámparas invisibles. El suéter negro
del muchacho, de donde el cuello rígido
de la camisa asoma, introduce el vaivén
de las miradas. La corta remera de la chica,
brillante, absorbe en su adherencia al torso
la humedad de la pieza. Levemente adelante,
relumbra su brazo desnudo, el otro,
oculto tras la espalda del muchacho, acaso
se apoye sobre el banco, elevando los hombros,
desde la joven firmeza de sus dedos. Los dos
tienen ojos oscuros, pelo negro ondulado,
los labios superiores pronunciados por las líneas
que bajan de las narices. La de él,
como su vista, enfrenta a quien lo mira, pero
ella, en cambio, ofrece casi su perfil
y sus pupilas negras están en un costado, resaltan
las almendras blancas de los ojos. Ella inclina
apenas el cuello largo y erguido, él se hunde
como sus hombros, más abajo, en las tinieblas
de su suéter. Suaves son las mejillas y las cejas
espesamente oscuras demuestran su blancura.
Quien los viera diría: son hermanos, tanto
se parecen. Sin embargo la luz sobre los senos,
presentes y escondidos en la remera pálida,
que un brazo del muchacho apenas roza, acaso
lo conduce a pensar en sus dieciséis años
o en los quince de ella, la amiga de su hermana
con la que antes jugaba y ahora niega
haber deseado nunca. ¿Qué gracia está presente
en el rostro moreno de la chica? Ella sí
puede recordar el cuerpo desnudo de su hermano
como si fuera otro. Una pura belleza transparente
los atraviesa a ambos. Atisbos escondidos
de un idéntico exceso. Hoy se habrán olvidado,
o habrán dejado, adultos, de imitarse, que un día,
ante alguien que los mira, distinto, y los reúne,
eran la misma cara dirigida hacia un punto
de deseo imposible. ¿Se habrá vuelto mujer,
él o ella? ¿A quién encontrarían, en qué espejo
reflejarían sus gestos, quizás para salvar
con muchos cuerpos, la fraternal similitud del otro?