domingo, 1 de marzo de 2015

Carlos Aldazábal




Carlos Aldazábal (Salta/Buenos Aires), Las visitas de siempre, El Suri Porfiado, Buenos Aires, 2014.


 Colaboración de Silvia Castro.











Debo estudiar francés 


Olga Orozco preparó un arrollado
   bañado en chocolate
y vino Miroslav, que es cocinero,
        a la hora del té. 


También estaba yo, poeta inédito
  incapaz del francés y el galicismo. 


El rito comenzó con la vajilla.
“Leeré en el futuro las llaves del abismo
para saber qué puertas nos tocarán en suerte.
Qué casas cruzaremos, qué portal venturoso,
qué llanto inagotable hablará en las gargantas”. 


No recuerdo el pronóstico.
Pero sí su paciencia,
la mágica infusión de su voz poderosa.
Y el “estudie francés” imperativo
                que siempre descarté. 


El domingo pasado tuvimos otro encuentro.
Pero estaba en La Pampa:
un museo de infancia que ahora es Olga. 


Ahí viven sus libros (incluyéndome a mí),
y sus plantas, sus piedras.
Y además Berenice maúlla en tono bajo
               profiriendo ladridos. 


Ella se preocupó por explicarme
                       (esta vez sin rodeos)
cómo la muerte juega en los jardines
y los portones crujen
cuando suenan pavanas y milongas. 


Y el llanto comenzó como gotera,
y no quiso parar hasta vaciarme
el poco mineral que hay en mis huesos. 

Olga me consoló con galletitas y un pocillo de mate. 


El llanto no cesó. 


Aunque leo francés no puedo hablarlo
   y no puedo nombrar


                      con esta boca 


                      en este mundo 


      desde esta pena. 













La higuera

Cuando el argumento lo exigía
yo era el que despertaba a los fantasmas
y llamaba a los ovnis
para viajar en el torrente sanguíneo
de lo absurdo.

Las runas se trazaban
sobre las axilas,
las esquinas de los barrios
que escondían duendes ostrogodos,
y así la invocación surtía efecto.

La higuera era el buque pirata
que conducía a la selva del fondo,
la máquina del tiempo que me acercaba
al dinosaurio perro
que me mordió una tarde
y terminó ahorcado por el vecino,
el malo de la jungla
al que yo bombardeaba
con piedras de Hiroshima
para reírme de la radioactividad
que se elevaba
sobre el tejado de sus cejas.

Cierto día el buque se hundió:
mamá decidió parquizar el fondo
y eliminar las malezas
que afeaban las fuentes de las ninfas,
seres de yeso
que se comieron la tierra de las parras
y confabularon con el vecino
para terminar con mi reinado
sobre la higuera.