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jueves, 1 de abril de 2021

Andrés Bohoslavsky

 

Andrés Bohoslavsky
(Cipolletti, 1960 / vive en Buenos Aires y en alta mar)


Medianoche en la plaza de los sueños y otros poemas, Buenos Aires, Leviatán, 2021.

















El piano bajo la lluvia 

Cuando el pianista terminó la ejecución de la sonata
el público de pie aplaudió a rabiar
extasiado por esa música de ensueño.

El mundo es extraño me dije
y sin saber por qué, pensé que las personas
no siempre sabemos quiénes somos
sino hasta que es tarde. A veces, demasiado tarde.

En el mismo instante
en que concluye mi pensamiento comenzó a llover
con intensidad
solo queda el piano mojándose
ni pianista ni público ni nada
como si esto nunca hubiese sucedido
o solo hubiera ocurrido en mi mente.

Mientras miro esta imagen desolada
se desliza hasta mis pies
mojada, doblada y casi destruida
una partitura para piano y diluvio.







Poesía en el lado oscuro de la luna

Cuando llegué a la luna, abrí mi valija y saqué las pocas cosas
que necesitaba para pasar esos días
creyendo que podían convertirse
en una buena oportunidad para hacer cosas postergadas:
el libro de Chéjov sin terminar
el álbum de fotos que no miraba hace tiempo
el avioncito para armar que mi padre me había traído
de uno de sus viajes
y yo dejé sin tocar desde mi niñez, el cubo de Rubik
para intentar resolverlo y un cuaderno para escribir poesía.

Ahora que volví a la tierra veo a todos estos objetos
junto a mí, en el banco de siempre en la plaza
el libro de Chéjov, el álbum de fotos, el avioncito armado
y el cubo de Rubik sin resolver.

Estaban todos, salvo el cuaderno que olvidé
en su única página escrita hay un poema
que ahora gravita sobre un cráter
en el lado oscuro de la luna.







El pequeño Buda

El niño que vende golosinas en la plaza
se acerca y me pregunta qué escribo
un poema es mi respuesta
me pregunta qué es un poema
un poema no tiene explicación, contesto.

Si no tiene explicación, entonces es como el pájaro
que me sigue
y me cuida hasta que vuelvo a casa, dice.







El falso genio

Sale de la vieja lámpara y dice concederme tres deseos
miro hacia todos lados para que no piensen que estoy loco
y terminar nuevamente en el psiquiátrico
o declarando en la comisaría de madrugada.

Pero el tipo era un simple estafador.

Cuando vuelvo a mi cuarto
no encuentro a mis padres
ni retorné a mi infancia
y tampoco esta noche logré escribir el poema perfecto.


















domingo, 6 de septiembre de 2020

Andrés Bohoslavsky

 

Andrés Bohoslavsky (Cipolletti, 1960 / vive en CABA y en alta mar) 


Los ojos de Sasha o El fin de un sueño rojo, Buenos Aires, Leviatán, 2018. 










Los ojos de Sasha
o el fin de un sueño rojo

La muerte de mi madre en un hospital para enfermos mentales
provocó diferentes reacciones entre los miembros de mi familia
–una familia que zozobraba como los restos de un naufragio
que de a poco desaparecen sin importarle a nadie.

Fue internada por sus hermanos, diagnosticada con un cuadro de esquizofrenia
que según ellos no tenía otra forma de ser tratada
con urgencia, violencia y un grado de crueldad que prefiero olvidar.

Devota del sueño bolchevique, jamás pudo entender los cambios del mundo
ni una sociedad que corría tras la felicidad y salvación individual.
Finalmente se alejó de los suyos y del resto, terminó aislada por propios y extraños
que la rechazaban tanto a ella como a su forma de pensar.

En mi corazón, sentí que su muerte simbolizaba una especie de asesinato
donde todos tenían una cuota parte de responsabilidad y conformaba
uno de esos crímenes silenciosos que todos preferimos ignorar y cuyo formato
nos incrimina, lo que constituye un buen motivo para mirar hacia otro lado.

Buscando protegerme del dolor y de su ausencia, decidí refugiarme
en la casa de uno de los pocos amigos que me quedaban, Vladimir.
Un tipo silencioso y casi autista que se asemejaba a mí más de lo imaginable.

Los domingos acompañaba a mi amigo a visitar a su abuela que,
como el resto de los ancianos, se encontraba en un lugar llamado geriátrico,
pero a mí me resultaba más parecido a un depósito de personas abandonadas,
con rasgos de campo de concentración moderno o una variante de los zoológicos
que, en lugar de chimpancés y leones enjaulados, aquí se encontraban en estado
natural y sin rejas, donde los exhibidos eran seres humanos.

El dueño del zoo, perdón, del geriátrico, se volvió millonario
a raíz de esta actividad y otra también, exquisita: prestamista.
Mi mente fue ideando un plan, moldeándolo en silencio domingo a domingo.
Conociendo el dato de que los abuelos partirían el lunes en un tour a la fría Necochea,
en plena temporada invernal, entré de madrugada al lugar. Entramos, mejor dicho,
mi gatito Sasha y yo. Rocié todo con nafta, incluido el descapotable del tipo,
encendí el fósforo que inició el incendio y escapamos en la oscuridad
tan sigilosamente como habíamos llegado.

Esa noche dormí mejor que nunca, como un ángel caído que trae justicia
a un mundo cruel, un anti-sistema de los sin voz. El mundo se redimía
con mis actos, con los actos de un héroe anónimo del cual nunca nadie sabría nada.

Me levanté y encendí el televisor que informaba de la tragedia.
Los ojos de Sasha hablaban al mirarme:
treinta y nueve abuelos fallecidos en el incendio.
El viaje era el lunes, pero no ese sino el siguiente,
debido a un cambio de planes de último momento.

Entendí en ese instante que el infierno está tapizado de buenas intenciones.
El velatorio movilizó a la ciudad completa, el dolor era terrible
y todos lloraban desconsolados. Todos menos el tipo que sufría en silencio
por el fin del negocio y su descapotable derretido.

Carcomido en mi conciencia, como el personaje de Crimen y Castigo,
me entregué confesando todo. Me declararon insano y paso los días
en este neuro-psiquiátrico escribiendo al aire libre y disfrutando la belleza
de lo simple. Como a mi madre, todos me dieron la espalda salvo mi amigo
Vladimir y Sasha.

Sus ojos cuando se cruzan con los míos vuelven a hablarme
y me dicen tener un plan.





Muerte en la calle


Caminaba por la ciudad, haciendo tiempo para tomar el colectivo
que me llevase al puerto para embarcar luego hacia mi destino marino,
cuando la vi. La señora que cotidianamente vendía en la vereda del banco
sus chucherías, tenía su cabeza hacia abajo, apoyada en su pecho
y sin movimiento alguno que sugiriera, al menos, que dormía.

Me acerqué y le hablé, esperando despertarla con mi voz ronca
pero eso no sucedió. La toqué en su hombro, al principio suavemente y luego
un poco más y más fuerte. Estaba muerta, rodeada por las pocas cosas
que sostenían su vida y que le servían de moneda de cambio para sobrevivir.

Los objetos parecían aún más estáticos que de costumbre: agujas e hilo,
portales de la ciudad, biromes azules y negras, blocks de hojas, lápices,
gomas de borrar, una taza y un plato eran todo.

El resto, lo que estaba por afuera del cuadro, mantenía la dinámica habitual
la gente entraba y salía sin prestar atención ni importarle nada.
Dentro del banco, las transacciones continuaban rítmicamente, como si esto
que ocurría en la puerta, a metros de sus narices, no estuviera sucediendo.

Cuando la policía retira el cuerpo y los objetos, lo que lleva en una bolsa negra
es un ser humano. Desde la vereda de enfrente observo y me pregunto
por qué alguien muere en la calle y de esta forma.

Tres meses después, al volver de mi trabajo, paso por la misma esquina
y todo parece igual y diferente al mismo tiempo. Otra persona,
en el mismo sitio, también vende objetos. Aunque no son los mismos
su parecido los hace equivalentes, apenas sustitutos
de aquella primera versión.

Las personas siguen entrando y saliendo del banco, indiferentes al mundo
y concentradas en el móvil que allí los instaló. Todo, absolutamente todo,
parece estar movido por una sola razón llamada dinero.

Cuando llego a mi casa, enciendo la televisión que explica los fenómenos económicos

la inflación, la estanflación, sus causas y consecuencias, la caída de las bolsas

en los mercados internacionales, los índices de desocupación, las expectativas
a futuro y todas esas cosas que nadie entiende pero determinan sus vidas
o parecen hacerlo.

Salgo al balcón, mientras fumo y pienso en esa mujer muerta en la calle.
El mundo es el mismo de siempre.
La pregunta sigue sin respuesta.









El tío Sergei

                Cualquier persona que tiene una sonrisa perpetua en el rostro 
                oculta una violencia que asusta.
                                                            Greta Garbo

Mi madre y su hermano Sergei llegaron en un barco a Nueva York
a principios del siglo pasado.
Junto a ellos, bajó un matrimonio de apellido Demsky.

Sus ideas la convirtieron en líder de los inmigrantes rusos.
Al ser expulsada por las autoridades de migraciones
debió abandonar el país de la libertad en setenta y dos horas,
partiendo hacia Argentina en otro barco plagado de pobres.

A su hermano, el hambre y el instinto de supervivencia
lo llevaron a Hollywood,
donde filmó con el hijo de aquella pareja:
Issur Danilovich Demsky, más conocido como Kirk Douglas.

Ya en Buenos Aires, continuó pagando con persecuciones
su línea de pensamiento
mientras mi tío se volvía millonario y con el paso del tiempo
se convirtió en el dueño de varias joyerías.

Esta foto juntos, ajada por los años
en una ciudad que no reconozco
muestra un hombre impecablemente arreglado, con un traje oscuro
y un sombrero que habla de su ascenso social.
Mi madre, a su lado, sencillamente vestida
con su cabello sujeto por una peineta y una flor, una rosa 
asomando de su saco
símbolo de los combatientes de su época.

Los hijos del tío Sergei ampliaron los negocios del padre
sumando a las joyas, un estudio de cine,
una casa de alta costura y otra de bienes raíces
que aquí se denominan inmobiliarias.

Yo seguí ganándome la vida en barcos o en los astilleros
viajé por el mundo, aún después de la muerte de mi madre,
arreglando los motores de los transatlánticos
hasta que los aviones terminaron con ellos y con mi trabajo.

Lo curioso sucedió aquella vez que bajé unos días a Nueva York
y tropecé con carteles de campaña con el rostro del tío Sergei,
candidato a senador por ese estado, una foto gigante que repetían al infinito 
las calles, con su eterna sonrisa, abrumadora e insoportable.

Peor aún, cuando vi esa rosa roja en la solapa de su traje.









Un genocida flota en el mar

Subo a cubierta antes de tomar mi turno en la sala de máquinas.
Observo el mar, quieto como si fuese una tela
con la que alguien lo hubiese cubierto, un terciopelo infinito
una broma en el medio de la nada que rodea a la embarcación
haciendo que todo lo que mis ojos alcanzan a ver
parezca un cuadro surrealista demasiado extraño en esta zona.
Pero uno termina acostumbrándose a las cosas extrañas.

Cuando vuelvo sobre mis pasos para bajar a trabajar
un cuerpo pasa flotando al costado del barco
y lo que sucede luego es decididamente irreal.

Una ballena gigante rodeada de toninas me dice:
el cuerpo del genocida que murió hace unos días
ese que salió en los diarios y cuya crueldad era infinita
Luego de que lo enterraran, la tierra lo vomitó
y llegó hasta el océano, así de sencillo.

Le contesto, riéndome: lo lamento por el mar y por los peces.

Su respuesta es lo que me deja aún más sorprendido:
No, el agua lo degradará y bajará en forma de pequeñas partículas
como alimento de los monstruos que habitan en el fondo.
Solo ellos, deformes y malvados como nadie aquí,
serían capaces de nutrirse con los restos de una criatura tan siniestra.

Dicho esto, el mar se encrespa, las olas toman las dimensiones de siempre
y la visión se esfuma al instante.

Por la noche, en el medio de una tormenta interminable
y sin poder hacer andar los motores es este descascarado barco,
pienso en la muerte y cuál será la próxima estación después de ésta.
Sencillamente no imagino ni creo en nada.
Tampoco si hay un lugar adonde ir después del apagón final.

Pero ahora, como la ballena,
creo que los genocidas, los explotadores y los usureros
van al fondo del mar.  























lunes, 24 de agosto de 2020

María Sueldo Müller



María Sueldo Müller (Buenos Aires, 1980 / vive en Brandsen, provincia de Buenos Aires) 

Expulsada del Edén, Buenos Aires, Leviatán, 2020.




















De "Voces de arena"

 


viene a arder en la orilla

como los elefantes

buscando yacer 

en el osario de sus ancestros

o los perros

que vuelven a casa deshechos

después de la pelea

 

el mar

es una inmensa soledad celeste

 

 

 

 

 

se fue volviendo polvo desde adentro

sudando

llorando

exhalando polvo

hasta no ser más que una parte de la gruesa capa 

que aplasta los muebles

de la casona en penumbras

 

un quejido quiebra el hastío

desde un cuarto

casi viva

su madre se confunde entre los pliegues de las mantas

 

agrio es el olor con que el tiempo humilla las cosas

 

y no saben si es que afuera amanece

o es una vela que olvidaron encendida

 

 

 

 

 

De "Semillas de manzana"

 

 

los caracoles mueren en el mar

 

una corriente helada

los arrastra

hasta la orilla

 

la gente adorna sus casas

con los caparazones vacíos

 

        ¡son tan bonitos!

 

 

 

 

 

no el encaje de pastos y plumas

que construyen las aves

ni los recios castillos de los hombres

tampoco

la cueva helada en que duermen los osos

la profundidad oscura del océano

ni la dorada perfección hexagonal de los panales

 

para mí

quiero una morada blanca

 

                solo luz

 

 

 

 

 

una teta dorada y redonda

es un durazno que cuelga de la rama

y se bambolea 

                        según el ímpetu del viento

fragante

madura

estalla ante el roce de unos dedos

en un estremecerse que asciende desde las raíces

hasta hacer temblar el árbol

y la tierra entera

 

 

 

 

 

no sabría qué decirle 

                si viene

 

por eso hice este pozo

y guardé todas mis pertenencias

grabé los nombres queridos 

    con un cincel en la piedra

y me busqué otro destino

 

pero no

 

no hay nada     posible 

 

lejos

 

voy a tirarme bajo este árbol

y dejar que me cubra la maleza

 

lo más probable

                es que ni venga

 

 

 

 

 

De "Huevos de víbora"

 


como única respuesta 

mi propio grito

 

reflejado en lo hondo

 

 

 

 

 

llegará el invierno

aún estaré aquí

                            y nadie más

traerá una mano de hueso

con las uñas crecidas

un vestido de escamas de metal

 

            y me dirá que no

 

solamente me dirá        que no

 

un día cerré mi puerta con doble traba

lo dejé secarse a la intemperie

suplicándome aunque sea que lo mire

                              y no pude

 

dios murió en mi jardín

    solo

                 como un paria  

 

¿a quién puede importarle ahora

la arena que trago a cucharadas?

 

ya no hay

para mí

 

llegará el invierno

sólo

para que carezca de todo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


domingo, 26 de febrero de 2017

Inés Aráoz



Inés Aráoz (Tucumán), Al final del muelle, Leviatán, Buenos Aires, 2016.























¿Acaso no es secreto el amor?

–Te diré que desde hace muchos años,
solamente escribo en cuadernos GLORIA
de hojas lisas, sin renglones. Dos por año,
marcados mes y año con felpa negra en un
redondel. Quiero decir con ello que no es la
página en blanco lo que cuesta llenar y si no
quiero renglones es para aliviar a mis ojos de
un impedimento más y aligerarles el paso por
la entramada jungla de los días y la memoria y
de todo lo celeste, lo más vivo, que se inscribe,
que se inscribe, una página que hay que ayudar
a blanquear






Nexomaníaco

–Lo secreto no sufre menoscabo del tiempo.
Es pura potencia. Lo secreto es el resguardo
del mundo y de la humanidad.

–De alguna manera, uno que escribe, mejor
dicho: uno que busca de tal manera el poema,
es uno que vive en lo secreto, que no se
aviene a extenuar su palabra en el diálogo o
a invalidarla en la circunstancia, llámesele a
ella, por caso, significado. El cincel poético,
removedor por naturaleza, aireador, ofrece
nutrientes muy diversos –levándolos desde lo
hondo, a muchos comensales y muchas veces
en el chasco o en el malentendido, entrega su
mayor potencia colectora de luz.






Alegría

                                           a Lucas y Juan Aráoz

–Un segundo, un segundo sólo, apenas un
parpadeo mi tiempo, lo es y doy fe, abismal
sonrisa donde baten sus alas y no dejan de
batirlas los siglos de los siglos, abisal gerundio
de los sueños cuando el ojo ve el cumplimiento
de lo ya cumplido, basta un sí para verlo todo
-es uno el corazón y el tiempo- pero decirlo,
si acaso pudiera yo decirlo, y porque en la
voz estoy, diré esto: caballadas son de puro
hielo, misteriosos y celestes casi sus reflejos en
antárticas heladas superficies, espíritus quizás de
olvidados reinos, proyectados cuerpos del todo
inocentes en recónditos espacios a lo mejor sin
sol, a lo mejor sin noche, navegando, navegando,
tordillos vientos desbastando lo pulido





























domingo, 23 de octubre de 2016

Graciela Perosio


Graciela Perosio (CABA), El privilegio de los años, Leviatán, Buenos Aires, 2016.



















cómo soportar la propia historia
el peso de todo lo que hicimos
y el de lo que no
sin poder cambiarlo y midiendo
ahora, las consecuencias
del vértigo
del miedo
o de la ineptitud
cómo soportar y soltar riendas
a ver qué hace el próximo jinete
y qué entregar aún
cuando hayamos
traspasado la montura
qué otra palabra
capaz de alquimia
o acaso de perdón
y aún así
cómo soportar
haber envejecido
y no saber












a veces, raras veces
al mirar atrás hacia las raíces
con los ojos cuajados de relámpagos
porque los temporales se agazaparon allí
pensás “¿será verdad que es ésa nuestra vida?
¿será cierto que los hechos ocurrieron así?”
la memoria se divierte con la fragilidad
de nuestros sentimientos
y dibuja historias fáciles de confundir
la palabra “yo” nombraba algo
hace tres meses
que hoy no nombra
aún no había llegado el correo
que nos sumergió en la incertidumbre
ni había muerto ella
a quien llamaban mi alter ego
y su voz me inundaba de risa
en el teléfono
eso que dice la palabra “identidad”
es tan cómico
porque nunca es idéntico
lo idéntico y al mirar atrás
qué ves, acaso
¿el cuento de la noche
para poder dormir
o la esperanza
de despertar
y averiguarlo?












hubo en mi infancia un patio amarillo
hubo además, un acolchado rojo
que los años fueron destiñendo
lo tendía en el centro
para recostarme encima
con el propósito expreso
de mirar nubes
cuánto amaba seguir las transformaciones
de castillo a dragón, de princesa
a caballo, a pajarito, a mariposa
y mi vieja desde la cocina: Graciela,
andá al almacén, necesito manteca
y yo: pero no puedo, mami, estoy ocupada,
estoy pensando
mi vieja impávida, sin saber
qué hacer con su enojo
porque intuía que la hija
no le daba una excusa, sino que era cierto
el pensamiento siempre fue mi fortaleza
frágil e invencible
como las nubes
el deseo de la piel
en cambio
se me perdió
¿cómo encontrar hoy esa voz subterránea?
apenas, el gemido de una niña
que se quedó sola con las hadas
no del todo confiables

                                                     (a Leonardo Martínez)












agotada de libros y papeles
–tanta letra–
salgo a despabilarme por el Rosedal
al llegar al lago, oigo el atronar
de un avión que despega
lo veo girar al elevarse de la pista
sobre el río, invisible desde aquí,
en la curva distingo
que es un Airbus de Tam
miro la hora, sí, en él
viaja a Brasil, mi nieta
siento que el futuro va
allá arriba por el aire
con el canto de las mujeres de casa
el mar de Génova
las alturas de Chiávari
unidas a la selva africana
al samba brasileño
ahora se aleja, sube, sube
ya no hay ruido de motores
sólo queda flotando
sobre el agua
la palabra
ella


























jueves, 30 de julio de 2015

Lisi Turrá




Lisi Turrá (Buenos Aires/Guadalajara, México), La cacerola deslumbrante, Leviatán, Buenos Aires, 2014.
















VII

Irrumpe una gata en la mesa de trabajo
con su melodía de pelos y minutos.
¿Tiene alma el tiempo?
Ella la tiene
sentada en su país internacional
de centímetros cuadrados:
tiembla mientras le saco una foto
al lado de las chucherías
desparramada entre el esplendor
de los tristes lápices.
Años rápidos que pasan con la cola
parada
ternura de la lengua en la certeza
de lo que escribe.











XI

Nadie sabe que dentro de una
noche que no terminó
barriendo las estrellas bajo la alfombra
   del alma
un corazón pasó sobre las huellas
por donde pisó el silencio.
Que una vez fue un animal de oro
cuando pronunciaba la luz del día
alguna vez un dios multiplicado
en la anatomía de los colores.
Hacia una sombra despiadada
su dolor maduro volvió los pasos
–poema caído–
variaciones de música desordenada
   por la tormenta
y fue perro aullándole al relámpago
y como un papel en blanco se quedó solo.