martes, 24 de febrero de 2015

Elvio Gandolfo








Elvio Gandolfo (Rosario/Montevideo/Buenos Aires), El año de Stevenson, Ivan Rosado, Rosario, 2014.

Colaboración de José Villa.














Otra vez el pasado



Estaba el Austin
que parecía eterno
pero que se fue,
como tantas otra marcas
y perfiles metálicos
de coches que parecían
eternos, para siempre.

Y estaba el Tolby,
el perro negro que era como
un hombre que se paraba
en dos patas,
te apoyaba las otras dos
sobre los hombros
y te miraba a los ojos
con la cabeza inclinada,
inquisitiva,
como un hermano
más bien díscolo,
tanto da si mayor o menor,
que te pregunta,
sin decirlo,
con la mirada,
por el sentido de la vida,
o al menos por la razón
de su extrema complicación,
y el despiste que eso le provoca.
Llegó también la vez en que
tampoco el Toby estuvo.

Solo la inalterable Guzzi
fue resistiendo arreglos
y enchapes, pintura, antióxidos,
moto heroica y tana,
falso símbolo
(transitorio como todos)
de la eternidad,
ante la implacable y lenta
corriente subterránea
del tiempo y el olvido.









Retocando a Lihn



Ahora que quizás en un año de kilombos,
piense: la poesía me sirvió para esto:
pude ser feliz, ello no me fue negado,
pero escribí.









En la vereda



Tendrá 15, como máximo 16,
camina apurada, tal vez
rumbo a un trabajo mal pago
y en negro.
Con una mochila más grande
que ella misma.
Pero lo que más impacta
es la impresionante masa
de cabello negro
que se ha acomodado
trabajosamente sobre una mitad
de la cara, que le tapa
un ojo.
El otro mira para no caerse
en un pozo o tropezar
en la vereda mojada
de los baldeos matutinos
por esa ceguera capilar
producto de la búsqueda
excitante, a tientas,
de un look llamativo,
fatal, en las primeras
horas de la mañana.

Seguramente tiene amigos
o amigas o compañeros
y compañeras de trabajo.
Seguramente alguien lanzará
una carcajada al verla
o lanzará una frase fuerte
coreada por risas alrededor:
¡El narcisismo herido!
¡El ego apuñalado!
El enfrentamiento del deseo
de imagen confrontado
con los demás.

En cambio me deleito,
viéndola venir (más bien
baja, pero más bien
por edad escasa
que por estatura biológica)
y cruzándola, en sentir
el impacto primero
(sonrío con toda la boca,
casi río) y después
el remoto recuerdo
de aquel entonces
(¿con qué grueso doblo
el ruedo del vaquero?)
¿me dejo la barba
o me la quito? ¿y el bigote?).
Después pasó el tiempo,
y ahora tranquilo,
cruzo a la muchacha,
la chica, casi la niña,
que se dirige a las guerras
de confrontación con
lo real, social, laboral,
que ve a medias con el ojo
que le deja libre el pelo.