martes, 4 de julio de 2017

Consuelo Fraga


Consuelo Fraga (CABA), Stabat mater, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2013.






















Armonía

Cree que ha logrado una mejora
en el trato con las arañas
porque ayer la miró
a la chiquita del rincón
y se dijo calmada
está quieta, muy bien.
Mantuvo la mirada
por un momento vigilando
así quieta, muy bien
y se bajó los pantalones
hizo pis y no volvió a mirar.
Hoy la chiquita ya no estaba.















El arte de correr estacas

Las arañas nunca serán del todo
bienvenidas en una casa.
A lo más podrían, lentamente
convertirse en motivo
de una conversación trivial
como curiosidad del hábitat.

Un ligero interés
despierta el vecino
capaz de apreciar
las rutinas que despliega
la araña de la casa;
no alcanza a ser como el orgullo
de la madre por su hijo.

La araña rara vez pide permiso en sus avances
y hasta su displicencia sugiere
que en rigor la seduce
esa limitación en el afecto de otros,
le resulta atractiva
como un señuelo.

Estuve ausente por unos pocos días
y a mi vuelta
había cambiado de lugar.
Ya no extendía su tejido
del pomelo a la planta de campanitas rojas:
se había instalado entre una y otra
pared del corredor
quizás buscando asegurarse
que en caso de salir o entrar cualquier persona
tuviera que agacharse y pasarle por debajo
para evitar que su tela se le prenda a la cabeza.

A Dios gracias por entonces
llegó mi ahijada de visita con su amiga
y diseñamos el sacro plan de desalojo.
La más osada sostenía el frasco
cerca de la araña, espumadera en mano
otra le daba el golpe que la obligara a entrar,
una tercera aseguraba la tapa rápido
antes de que escape.

La atrapamos.
La abandonamos en un árbol de la esquina de enfrente
para que hiciera su vida lo suficientemente lejos.
Y basta de reverencias.












Mudanza

Voy a pintar
se escuchó,
y no quise la huída
o en el apuro decidir
qué se queda y qué no.
Escuché que decían: voy a pintar,
y lo olvidé, lo mandé atrás.

Cuando llegó el momento
sentí las patas tan pesadas
más y más gravedad
entrando en mí.

¿A qué mentir...? Luché.
Quise moverme y no hubo caso.
Bien que fue poco
y por saber qué sentía

y que lo sepa ella,
esa brillante melaza blanca:
no se encontró con una ingenua
incapaz de apreciar
la magnitud de fuerzas en conflicto.

Fue mi último deseo
darle medida y forma al próximo dolor
antes de convertirme en esta
imperfección en la pared.




















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