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viernes, 27 de febrero de 2015

Osvaldo Aguirre








Osvaldo Aguirre (Rosario, Santa Fe), El campo,* Ivan Rosado, Rosario, 2014.

*Reedición conjunta de Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994) y El general (2000).




Colaboración de José Villa.












Hablando de autos



Estaba para el desarmadero
cuando lo compramos, regalado,
dice Pelacho, sentándose
sobre el capot del auto.
Antes dio una vuelta
comprobando, a puntapiés,
el estado de las cubiertas
mientras explicaba,
enumerando con los dedos
engrasados: hubo que hacerle
chapa, pintarlo, cambiar
la caja, la batería
–para ponerlo en categoría.
Leyendo, en la Corsa,
una nota de Oreste, el mago,
yo mismo –dice, y se señala–
lo he preparado.
A ver, a ver –le digo,
con cara de incrédulo,
como para tirarle la lengua
y, hablando, no vea
que nada entiendo de autos.










El asador



El cuchillo, que pasa y repasa
en esméril, porfiado en dar
brillo al filo de la hoja,
lo trajo, hace una punta
de años, un turco de paso,
cuando los turcos venían
en sus carros con telas,
baratijas y raros tabacos.
Ya el fuego va queriendo.
Deja el trabajo, toma
un trago, toma otro trago
de vino y alzando la vista
ante el graznido, que llega
débil, de la bandada
en ruta hacia alguna aguada,
declara: al pato le tengo,
hace tiempo, ganas
–y a la iguana. El Manso,
todavía cachorro, ladra
porque sí, y trota rumbo
a la puerta, como otros perros
cuando los turcos venían
en sus carros con telas,
baratijas y raros tabacos.

Levanta, con la pala de hoja
ancha, la chapa que cubre
la parrilla y sopla de golpe,
en su cara sudada, la brisa
caliente alentada por las brasas.
Hace a un lado la chapa,
cruza las manos sobre el mango
de la pala: a la carne, dice,
le falta. Vuelca en el suelo
un canasto de mimbre, elige
y añade al fuego dormido
algo de leña. Al potrero postrado,
al monte donde florecen
los cardos, a la tapera,
vuelve la espalda: de otro
paisaje fue paisano.

Cuando sirven la mesa
el asador ya está tomado.
Sobre la parrilla nomás
cortó la costilla: paaaa,
no hay cosa más rica,
dice, y saborea con ojos
cerrados. Pero aunque
haya reparo, fuego hecho,
mucho espacio, se come
en la cocina, en familia,
con mantel, fuente, plato.









Cuando nadie la llama



Ahora se acuerda,
cuando nadie la llama.

No digo la vecina
–sin nada que hacer,
charla que te charla.

El círculo que tiene
la luna: para mí,
en cualquier momento,
se larga. El molino,
enloquecido, tira,
eh, casi rebalsa.

Y le pasa raspando
si no viene, dejá
de joder, una piedra
de aquellas.

Un desastre, la nube
de polvo que levanta:
se llena de tierra
la casa, dejaste ropa colgada.

Cuando nadie la llama:
lástima.
















martes, 24 de febrero de 2015

Elvio Gandolfo








Elvio Gandolfo (Rosario/Montevideo/Buenos Aires), El año de Stevenson, Ivan Rosado, Rosario, 2014.

Colaboración de José Villa.














Otra vez el pasado



Estaba el Austin
que parecía eterno
pero que se fue,
como tantas otra marcas
y perfiles metálicos
de coches que parecían
eternos, para siempre.

Y estaba el Tolby,
el perro negro que era como
un hombre que se paraba
en dos patas,
te apoyaba las otras dos
sobre los hombros
y te miraba a los ojos
con la cabeza inclinada,
inquisitiva,
como un hermano
más bien díscolo,
tanto da si mayor o menor,
que te pregunta,
sin decirlo,
con la mirada,
por el sentido de la vida,
o al menos por la razón
de su extrema complicación,
y el despiste que eso le provoca.
Llegó también la vez en que
tampoco el Toby estuvo.

Solo la inalterable Guzzi
fue resistiendo arreglos
y enchapes, pintura, antióxidos,
moto heroica y tana,
falso símbolo
(transitorio como todos)
de la eternidad,
ante la implacable y lenta
corriente subterránea
del tiempo y el olvido.









Retocando a Lihn



Ahora que quizás en un año de kilombos,
piense: la poesía me sirvió para esto:
pude ser feliz, ello no me fue negado,
pero escribí.









En la vereda



Tendrá 15, como máximo 16,
camina apurada, tal vez
rumbo a un trabajo mal pago
y en negro.
Con una mochila más grande
que ella misma.
Pero lo que más impacta
es la impresionante masa
de cabello negro
que se ha acomodado
trabajosamente sobre una mitad
de la cara, que le tapa
un ojo.
El otro mira para no caerse
en un pozo o tropezar
en la vereda mojada
de los baldeos matutinos
por esa ceguera capilar
producto de la búsqueda
excitante, a tientas,
de un look llamativo,
fatal, en las primeras
horas de la mañana.

Seguramente tiene amigos
o amigas o compañeros
y compañeras de trabajo.
Seguramente alguien lanzará
una carcajada al verla
o lanzará una frase fuerte
coreada por risas alrededor:
¡El narcisismo herido!
¡El ego apuñalado!
El enfrentamiento del deseo
de imagen confrontado
con los demás.

En cambio me deleito,
viéndola venir (más bien
baja, pero más bien
por edad escasa
que por estatura biológica)
y cruzándola, en sentir
el impacto primero
(sonrío con toda la boca,
casi río) y después
el remoto recuerdo
de aquel entonces
(¿con qué grueso doblo
el ruedo del vaquero?)
¿me dejo la barba
o me la quito? ¿y el bigote?).
Después pasó el tiempo,
y ahora tranquilo,
cruzo a la muchacha,
la chica, casi la niña,
que se dirige a las guerras
de confrontación con
lo real, social, laboral,
que ve a medias con el ojo
que le deja libre el pelo.















sábado, 14 de febrero de 2015

Cristhian Monti






Cristhian Monti (Entre Ríos), El camino de la liebre, seguido de Otros poemas, Ivan Rosado, Rosario, 2014.

Colaboración de José Villa.
























11. 

El perro que ríe es el rey del balneario,
vive en una heladera abandonada
acostada en el piso,
cerca del río.
En invierno, las perras
salen indignadas,
tiemblan,
la casa
es una heladera.
El perro
piensa en el verano
y su sonrisa
se hace más notoria.







16. 

Nos acercamos al único árbol que
reverdece entre otros sin hojas,
al llegar sólo queda un esqueleto
de ramas desnudas.
Cientos de loros cambian el
color del cielo,
alejándose de nosotros.









18. 

A la liebre no le importa lo que ve,
se mueve en la noche en una carrera
sin sentido para la vista común,
traza, con cautela, una ruta de despiste,
se apropia del espacio,
por su facilidad en la adaptación
se puede ver en cualquier lado pero
no es fácil alcanzarla en su veloz
zigzag crepuscular, lleva con swing
la vida de los solitarios en sus orejas.