Algo de la poesía publicada recientemente en la Argentina.
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lunes, 6 de marzo de 2017
Silvio Mattoni
Silvio Mattoni (Córdoba), Caja de fotos, Bruma ediciones, Mendoza, 2016.
1973
Como disminuyendo, minúsculas tablitas
paralelas, las baldosas de la vereda trazan
sus líneas, interrumpidas por papeles, residuos,
restos de cigarrillos. Otras tablitas como
de piedra surgen de una pared muy breve:
un marco quizás por el escalón blanco
que invita hacia una puerta invisible, todo
blanco presente indica una ausencia oscura.
¿Qué busca esa pareja más allá? Ella,
difuminada, de vestido floreado se inclina
hacia lo más bajo de una vidriera, y él,
casi una mancha, pareciera decirle algo
al oído. Sí, mucha gente camina o se detiene
en brillos de las ropas con la cabeza en sombras
a través de la vereda, hasta donde la esquina
se vuelve nube gris, contorno indefinible.
Pero, más acá y ahora mismo, el primer pie
de un paso masculino y el derecho de ella,
que se aleja, tocan la misma línea. Lentes
grandes y oscuros, con un marco de metal
que brilla cuando gira el grueso cuello masculino,
grasoso en su camisa abierta y en su vientre
que sombrea la bolsa de papel en la mano.
Tacos, de ella, buscando acaso una recta
infinita entre sus pasos de cornisa ficticia.
¿Pero qué miran esos lentes negros, a dónde
inclinan los gestos su semicalvicie? Hay,
perdido, un objeto claro en la mano,
hábil mano que apenas siente el peso, de ella:
dos piernas cortas pataleando y el niño,
seguramente sin habla, hacia el suelo
como buscando plata de paseantes distraídos,
pareciera un adorno de la cartera. ¿Es ahí
adonde se dirige la mirada del gordo, o más bien
hacia el vientre o el pecho, esa carne materna
subrayada por las rayas del vestido?
Si no existiera el pudor, ¿sería posible
preguntar si la madre, ya no ella, acaso
bajó así al niño para mostrar su cuerpo
o librar la otra mano para golpear
intensamente al tipo de los lentes o quizás
rozar el vello de su brazo descubierto, estival?
¿No sonreiría el niño, ahora, si pudiera
volver a ver su vida, ver su madre
tan anónimamente deseada, esa tarde
calurosa? ¿Y en qué ciudad, si es niña,
mostrará ella el legado del paso recto,
la mirada ausente y la mano como lánguida,
suelta, esperando? Habrá muerto, o casi,
el gordo en estos años y el cuerpo que miraba
ya no resistiría las lágrimas de sus ojos,
de escuchar tal vez boleros, detrás de los lentes,
que hablan de la muerte, la descomposición, de lo fugaz.
1981
Si no fuera por ese triángulo, colgando,
de metal, ¿pero de dónde cuelga?, se diría
que ese cielo tan claro, más pálido hacia abajo,
no es de este mundo. Y el poste, infinito casi,
lo divide, busca una parcela de la figura
esbelta del muchacho. Detrás hay una playa
rodeada de paredes sin revoque, ladrillos
que la intemperie o la luz matizaron
como queriendo distinguir las cosas y nunca
repetirlas. La playa de estacionamiento,
cercada, desde la calle deja ver los autos,
su brillo, cuatro blancos, dos negros. Pero
la ropa del muchacho oscurece hasta el cielo.
El pelo cubre sus orejas, aunque se mueve
por alguna ráfaga del atardecer. Sus ojos
miran hacia quien lo mira. La sombra,
¿es de las cejas o es la luz de los pómulos
o la nariz delgada o el mentón
que hace finos los labios, lo que relumbra
demasiado? La capa acaso roja y esa especie
de túnica dorada denuncian un disfraz, sin embargo
en la solemne quietud de su cara, más bien
que en la incongruencia del vestido, en su cuerpo
inmaduro, se muestra, como esa vincha
con una estrella esponjosa y trunca, llena
de puntos iridiscentes, que no existe
propiamente un disfraz. Abajo, una etiqueta
de cigarrillos tirada quizás lo invitara
a volver un poco el rostro, inclinarse, esconder
uno de esos ojos fijos hacia adelante. Pero
tampoco la parecita de la playa lo induce
a descansar su codo, a ensuciar algo el traje
o la mano, de dedos largos, más oscura
que el blanco de las calzas donde la otra, la izquierda
apenas roza el muslo. Acaso el pelo esté
llegando ya a los hombros, después de diez años,
o el confort lo ha llevado a un disfraz masculino.
Ya la barba dará sombras nuevas
a su cara o tal vez, si todavía
no se fue como un fantasma artificial de carnaval,
tenga una hija, pero aunque ella reproduzca
el vacío en que se hunde su mirada negra,
no podrá hacer de efebo más que en obras
del viejo Shakespeare en un colegio de señoritas.
1981
Parece artificial, no una pared, el fondo
gris oscuro, aclarándose por una extraña luz
de lámparas invisibles. El suéter negro
del muchacho, de donde el cuello rígido
de la camisa asoma, introduce el vaivén
de las miradas. La corta remera de la chica,
brillante, absorbe en su adherencia al torso
la humedad de la pieza. Levemente adelante,
relumbra su brazo desnudo, el otro,
oculto tras la espalda del muchacho, acaso
se apoye sobre el banco, elevando los hombros,
desde la joven firmeza de sus dedos. Los dos
tienen ojos oscuros, pelo negro ondulado,
los labios superiores pronunciados por las líneas
que bajan de las narices. La de él,
como su vista, enfrenta a quien lo mira, pero
ella, en cambio, ofrece casi su perfil
y sus pupilas negras están en un costado, resaltan
las almendras blancas de los ojos. Ella inclina
apenas el cuello largo y erguido, él se hunde
como sus hombros, más abajo, en las tinieblas
de su suéter. Suaves son las mejillas y las cejas
espesamente oscuras demuestran su blancura.
Quien los viera diría: son hermanos, tanto
se parecen. Sin embargo la luz sobre los senos,
presentes y escondidos en la remera pálida,
que un brazo del muchacho apenas roza, acaso
lo conduce a pensar en sus dieciséis años
o en los quince de ella, la amiga de su hermana
con la que antes jugaba y ahora niega
haber deseado nunca. ¿Qué gracia está presente
en el rostro moreno de la chica? Ella sí
puede recordar el cuerpo desnudo de su hermano
como si fuera otro. Una pura belleza transparente
los atraviesa a ambos. Atisbos escondidos
de un idéntico exceso. Hoy se habrán olvidado,
o habrán dejado, adultos, de imitarse, que un día,
ante alguien que los mira, distinto, y los reúne,
eran la misma cara dirigida hacia un punto
de deseo imposible. ¿Se habrá vuelto mujer,
él o ella? ¿A quién encontrarían, en qué espejo
reflejarían sus gestos, quizás para salvar
con muchos cuerpos, la fraternal similitud del otro?
sábado, 22 de marzo de 2014
Silvio Mattoni
Silvio Mattoni (Córdoba), Peluquería masculina, Vox, 2013.
Envío
¿Acaso le hablo a alguien que no está conmigo
ni siquiera en espíritu? Ya sé que para vos
no existe nada que no sea materia, pero
las palabras duplican hasta la ilusión
del simple vidrio de algún espejo. ¿A quién
podría apostrofar con un aire de prosa
y la propiedad del nombre? Acá está el mío
y otro que se aleja más y más, que irradia
una luz muy lejana, aunque sigue brillando
y vuelve a repetirse como el ritmo
de sílabas y acentos, como si puntuase
el espacio infinito a manera de círculo
verificable en una sola frase. Y ahí estás,
consumido y a solas bajo tu lámpara fría
que casi no precisa energías renovables
para alumbrar tu libro recién encontrado,
donde leés columnas de palabras
demasiado regulares para no ser siempre nuevas
y decir la insignificancia de lo mismo: vos,
que revisás las cosas de los muertos
para seguir tu vida, no te olvidés
de mandarme noticias, chispazos de un futuro
inaccesible, porque se hace difícil
mantener la vigilia, prestar la máxima atención
a las voces, al sol y a los chicos que nacen
en este antiguo minuto de felicidad
o ilusorio desahogo que me da haberte escrito.
Una carrera
Cuando entro a la carrera con un auto
de plástico celeste, me repite: “¡Amigo,
cuidado, amigo!” Y quiero entusiasmarme
en las vueltas sin fin que habrá que dar
por la orilla del sillón. Sin dudas que
jugar le hace bien, no es un capricho como
los que opone a la comida, al baño y a los cambios
de ropa. No me abandona la ambigua
melancolía de no saber si decirle que sí
a todo, y arruinar su carácter, o gritarle
para que me obedezca. ¿A qué ley
deberíamos acostumbrarnos? Apenas paso
con mi descuidado bólido celeste
sus dos manitos que llevan uno blanco
y otro bordó, él me avisa: “¡Está rojo,
amigo!” El sí y el no que no dependen
más que del momento, las horas del día
estiran mi capacidad de decisión
hasta perder cualquier frase verdadera.
El reto o el silencio se repiten sin límites.
Tiene razón Michaux, nunca se llega,
el padre siempre es algo que va a ser.
¿Pero cómo se vive la tendencia,
lo inacabado con algo de alegría?
Ningún acto maniático o poema
podrá ser tan jovial y afirmativo,
perfecto como un niño, tan dotado
para el refinamiento extremo del amor
y del pedido irrealizable. ¿Es infinito
el espacio afectivo? ¡Como si el infinito
pudiera dividirse o calibrarse!
Pero él quiere, insiste, opone, ahora percibe
el límite, ahí puede conocerme. Lástima
que yo no pueda verlo, reírme de mi estúpida
limitación y no salir de mí con algún gesto
brusco y hosco. Y si dijera: “Amigo,
pensar es limitarse y no estoy hecho
para tanto”. Al menos podría seguir
jugando a los autitos, esperar que el sentido
se limitara solo, irreflexivamente,
a la hora de escribir. Aunque mi educación
de padre no se escriba, y deba hacerse,
¿sabré escucharte, hijito, maestro
de la sociabilidad más absoluta
y absorbente? “La última vuelta, amigo,
y vamos al jardín que se hace tarde.”
el límite, ahí puede conocerme. Lástima
que yo no pueda verlo, reírme de mi estúpida
limitación y no salir de mí con algún gesto
brusco y hosco. Y si dijera: “Amigo,
pensar es limitarse y no estoy hecho
para tanto”. Al menos podría seguir
jugando a los autitos, esperar que el sentido
se limitara solo, irreflexivamente,
a la hora de escribir. Aunque mi educación
de padre no se escriba, y deba hacerse,
¿sabré escucharte, hijito, maestro
de la sociabilidad más absoluta
y absorbente? “La última vuelta, amigo,
y vamos al jardín que se hace tarde.”
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