domingo, 14 de mayo de 2017

Jorge Aulicino



Jorge Aulicino (CABA), El Cairo, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2015.























Escila y Caribdis

                                                               'l vivo spirto de la morta spoglia
                                                                                                      Ariosto


Me acostumbré a hablar de una manera estúpida,
con grandes palabras disfrazadas de ingenuidad,
junto al humo de los escapes, cerca del ruido
de los autos, frente a televisores y anuncios
luminosos, bajo los arcos voltaicos de una idea
no suficientemente creída, no lo bastante acunada.
Una vez que se ve que la partícula va de un polo
al otro, y genera un chisporroteo alegre y poco
material, de nada nos sirve volver a los libros:
hemos visto que la materia está en dos polos al mismo tiempo,
si es que podemos considerar que allí hay tiempo.
El tiempo está aquí, y somos sucesivos, somos menos
que nuestras partículas, somos apenas más
que nuestro pensamiento. Por eso es imposible hablar
de los cuerpos sin reducirlos a ese ciego chisporroteo
sin Dios, a ese atrayente juego retórico
de las partículas que no van y vienen, sino que están
y no están en un extremo y en el otro.

¿Pero es que no hay logos en el cuerpo?
Hay una potencia excepcional de logos, de pensamiento.
Hay toda una potencia que a veces explota en miedo,
en la terrible desazón de las terrazas,
en el espectáculo del dolor.
Pero es también espectáculo y debes retroceder.
Caer supino, no escuchar. Y sólo
cuando los cuerpos corren como un sacristán
en camiseta, o como Orlando emplumado, flor de los gallardos,
o son como la fulminante acción del boxeador,
o como la encomiable acción de guerra,
o como el gato que se da vuelta en el aire,
sólo entonces
creer que al fin el cuerpo es pensamiento
ardiendo en el arco, crucificado.












Corales, passacaglia y fuga

Todo se mueve hacia las calles vacías y no me muevo.
El cuerpo resiste más de lo esperable. Pero de allá
viene ese olor de puchero oxidado. Allá el óxido
hace estallar lentamente los hierros y el asfalto
–¡es mío este asfalto, ingleses!–:
todo lo que se atornilla y después se olvida, hasta que estalla.

Ese olor, lo he visto por el barrio, es olor de traspatio,
mezcla de lavandina, humedad y algo orgánico: pucheros.

Y todo comienza a vibrar como un lentísimo coro que se eleva
de las obras de los hombres de la ciudad de lo humano.
Todo será pedazos, partículas, flotará como en la música
de los ascensores, como en la música de los aeropuertos, como
en la música de Apolo. Será aire, un roce hueco, de lo que queda.

Invierno.
El planeta disperso, un orgasmo.



                                                                              a Brian Eno  












A un charco en una mesa de metal después de una lluvia

Es casi como eso, si no fuera que eso es esto y no le interesa el cómo.

El charco refleja las ramas de los árboles
                          y todo alrededor
es oscuro y vívido, no completamente oscuro
                     y ligeramente distinto
a la oscuridad de un atardecer súbito
–como el que ocurrió hace instantes,
cuando estábamos sentados a esa mesa–.

También de pronto en un ángulo de una biblioteca ajena
         durante una cena
aparece algo que evoca una consistencia previa:
como momentos de la infancia en que sentimos
frente al cielo algo de rara lejanía, algo que sucede
          pero ha sucedido
en otro mundo atrapado en el tiempo como en un acuario
          y sólo podemos llamar algo.

Con su oscura limpidez, con su vida de acuario en la que ocurre,
                   siempre ocurre  
                                            –dos palabras contrapuestas–,
lo intemporal del cielo, del aire, del chubasco.












Amsterdam

¿Nos construimos para ver precisamente en medio de la noche?
¿No es que esperamos que no sé qué ensalmo
se levante de estos edificios que se recortan azulados
en una niebla medieval de fin de siglo?
¿No es que quisimos, en alianza con Dios, que naciera un niño en todo esto,
para protegerlo y que nos proteja del mal en cuyo centro plantamos
ciudades, mercados, laberintos de calles y palabras,
piedras que se carcomen, silbidos de autos a gran velocidad,
plátanos que de noche vacilan: fantasmas que no quieren, no pueden,
arrullarnos; Cristo y el anticristo latiendo siempre en el filo del milenio,
en el filo de cualquier milenio, dormidos a veces, como cuando un rostro
se adormecía junto al fuego en una vieja pintura holandesa,
sombra y paz, malicia, gravedad, inocencia sobre todo, mezclados
junto a la llama, la sombra fría: Amsterdam que dormía honda, efímera.
Y allí, sin embargo, el bien y el mal, la voz que rechaza la anomia,*
susurrando la pregunta angustiosa: "Si no soy, no es; si no es, no soy".


* anomia2. Trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su nombre. Real Academia Española.