sábado, 10 de junio de 2017

Claudia Masin


Claudia Masin (Chaco/CABA), La siesta, La mariposa y la iguana, Buenos Aires, 2017.























Cómo es estar despierta mientras todos duermen en la casa



   Yo salía en el acero de la siesta a recibir la quemazón. Si hasta me parece raro que no haya quedado impresa en la piel como la marca de un yunque, una señal de posesión impuesta sobre mí por el verano. Las raíces de los árboles pujaban por salir del asfalto, levantaban el cemento, mi pueblo le había robado al monte su territorio y el monte volvía siempre. En el baldío de al lado de la casa crecían las malas hierbas, ponzoñosas, las que la madre se había cansado de advertirme que evitara, porque traían la fiebre de los yaguaretés, que revolvía la sangre, la rebelaba, la misma fiebre de los esclavos que en las plantaciones, un día cualquiera, levantan la guadaña hacia sus dueños. Yo andaba igual entre los pastizales, para mí las hierbas eran siempre buenas, agarradas como estaban a los árboles, yo sabía que les quitaban la savia y los secaban, que eran parásitas y no dejaban que creciera la planta útil, la que se puede saquear, vender y comprar, una moneda de cambio entre personas, porque la civilización sí puede reducir a la servidumbre lo salvaje, hacer que coma de su mano, se amanse, entregue dócilmente su fiereza. Las malas hierbas no eran así, no servían para nada y volvían inútil lo que tocaban, se quedaban ellas con toda la riqueza. A mí me parecía que tenían más derecho. Que lo salvaje se coma lo salvaje, porque quien es manso a la fuerza, necesariamente enferma y muere de todos modos, y mejor morir en la propia ley que en una extraña. Yo caminaba despreocupada por entre la maraña de bichos desconocidos, alumbrados apenas un segundo por el claro que abrían mis pies entre los pastos, a veces me tendía incluso entre los tallos apretados como alambres y no había nada que temer. Comía del calor un alimento blando que se deshacía en la boca, una especie de pulpa que sacaba de las plantas, y estaba sola en el mundo. Pensaba, con los pensamientos pequeños de los niños, en cosas que me parecían importantes. Los pensamientos eran espesos como humo, intrincados, e igual que el humo de livianos. Yo quería escapar a una vida en la que pudiera tenderme bajo el sol y estar a salvo, ser hermana de los organismos minúsculos que me rodeaban, no tener otro impulso que el de ir hacia la luz, sin voluntad, quemarme sin resistencia cuando llegara el mes de la sequía, y que mi conciencia fuera fugaz y deslumbrante como el momento en que un fogonazo la consumiera finalmente hasta apagarla. En cambio, daba vueltas tímidas sobre la órbita de mis padres, una criatura domesticada y temerosa, una bestia mansa, transparente, que respondía a la voz de mando antes incluso de que la voz la llame, por si acaso fuera necesario ser más obediente aún, más obediente, para evitar la represalia.
  El verdadero tesoro hubiera sido andar siempre como andaba en esas siestas: ser el animalito salvaje, sin dueño, que retoza sin temer que la mano del amo caiga sobre el lomo caliente por el sol, sucio de pasto y tierra, puro ante el miedo y por eso involuntariamente valiente. Pero la vida de un chico, se sabe, no está en sus manos. Al menos al principio, hasta que aprende. ¿Qué? Una resistencia que no pueda derrumbarse ante ninguna forma de violencia, una terquedad que lo salve de ser secado y extinguido para siempre.
   Las verdaderas historias están escritas con esa misma fuerza loca y desmedida de la infancia: para resistir, y antes de ser escritas han pasado por los huesos y por las venas y por cada fibra del organismo de un ser vivo. Esas historias no pueden ser sino lo que son, no son alegorías ni símbolos, no establecen metáforas entre las cosas del mundo, son ellas mismas la metáfora que alguien lee en su propia carne, desprendidas del dolor o del placer o de la furia o del asco como la cáscara de una herida, como la pequeña capa que la protege insuficientemente y que ha de dejarla expuesta para que pueda curarse al sol, al aire libre, cuando sea el tiempo.













Cómo los yuyos, las langostas y los libros devoran las cosas útiles y necesarias y qué efectos produce su acción irresponsable



   Los libros te meten ideas raras en la cabeza, se escuchaba en la casa como una plegaria o –mejor– un mandamiento dispuesto a extirpar lo desviado antes de que lo desviado se convierta en lo recto, en lo que sostiene el armazón de una personalidad y ya no es tan fácil desmontarlo como a una escenografía vieja.
   Yo no podía estar más de acuerdo: eso buscaba en los libros, no la felicidad sino el choque eléctrico que sacude al cuerpo y lo revive, brutal como el que se le da a los que han entrado en la muerte por un instante y hay que traerlos de vuelta.
   Cuando se empieza a hablar se pierde lo que tenemos de piedra. Cuando comenzamos a escribir, se recupera. Y en el medio, durante y después, leemos. Una piedra es la más permeable de las materias, yo lo sé porque las vi, a lo largo del tiempo, convertirse en otra cosa, cambiar sutilmente tragándose la lluvia o el sol en épocas donde ni agua para los animales queda, es decir, llenándose de lo que las rodea, sumando los elementos y las materias a sí mismas de tal manera que no es posible diferenciar dentro de ellas al limo de los efectos del viento, a la arena, la tierra, el barro, las partículas minerales de los insectos que han quedado inmóviles, atrapados en el interior del bloque en que se convierten, hasta que la erosión las desarticula nuevamente en diminutas piezas que ya no son la piedra pero van a volver a serlo. Se las confunde con un cuerpo macizo, cerrado y completo, pero ese cuerpo no existe sin las otras cosas que no son piedra.
   Los días que yo conocí en la infancia han sido pesados y espesos como aceite, y sin embargo han tenido la fluidez de un aire ligero, delgado, que es posible empujar con el soplo de la boca de una nena. Y yo era quien soplaba para que los días corran, ¿era yo o eran los libros? ¿de quién era el aliento? Sólo sé que los libros me permitían apoyar los pies en la tierra del mismo modo que una mariposa fija sus patas al charco de jugo de un durazno; que sin ellos no habría habido dónde quedar empantanada si no era en un presente que era necesario atravesar para que el alfiler no se clavara en el corazón hasta paralizarlo.
   Los libros leídos en la siesta eran devoradores, como una lluvia de cometas: imposible combatir con razonamientos la fe que ponemos en lo que estamos viendo cuando sucede algo extraordinario. Lo extraordinario nunca sirve para nada, es sólo eso, lo raro, lo que no pasa casi nunca y cuando pasa merece ser mirado como un espectáculo, pero no tiene en la vida más que el papel de alumbrar un momento determinado de un día cualquiera así recordamos que lo usual no es eso, que no debe esperarse que vuelva ni mucho menos salir a buscarlo. Es decir, es lo que ha sido puesto ahí para que quede claro hasta dónde llegar, como las boyas en el río traicionero, marcando el límite al nadador para que no se aleje. Pero los libros injertaban, en la tierra bien dispuesta que era yo, un gajo desmadrado, de crecimiento inconmensurable. No era más que un yuyo, no iba a dar nada bueno al jardín, iba a asfixiar a otras plantas capaces de dar frutos o de volverse árboles. Pero una vez que prendía, como la mayoría de los yuyos, no había quien pudiera matarlo. Ni el fuego que los paisanos encienden en las antorchas rojas y negras rociadas de alcohol en los campos que han sido contaminados, ni una plaga de langostas siquiera, que al fin y al cabo son iguales a esas ideas raras que contagian los libros: se comen lo que sirve y a los yuyos los respetan como dioses paganos, para que sigan reproduciéndose como ellas y arruinen toda cosecha con el virus de la vida incontrolable que propagan y que es –ella sí– la verdadera peste, cuyo mayor peligro es que una vez desatada ya no se detiene.