miércoles, 16 de marzo de 2016

Alicia Genovese



Alicia Genovese (Buenos Aires), La contingencia, Gog y Magog, Buenos Aires, 2015.






















El pasadizo

Algunas cerraduras se abren
con palabras, otras oxidadas,
con masa y cortafierro,
con amoladora y un disco
que levanta chispas
cuando salta los pestillos.
Eso fuimos probando
hasta que la puerta cedió
y abrimos el pasadizo,
la entrada hacia el fondo
abandonado de la casa.
Allí murieron dos gatos
que solían dormirse sobre el muro,
una rata, un pájaro
volteado por la tormenta;
pero ni rastros en el pastizal,
ni en el desquicio de ramas
una y otra vez cortadas
de los mismos troncos.
Un desván a la intemperie
desnivelado entre cascotes,
forzado durante años
a esa soledad que tapona,
a esa inutilidad;
costaba suponer que unas palabras
ablandarían derechos,
darían vuelta voluntades
o que la pared de quince,
tan férrea como una muralla china,
se derrumbase.

Todavía el aire
se corta con el cuerpo al pasar;
un silencio de dádiva concede
como un poder la expectativa,
la vida atenta
o el secreto de seguir siendo
después de flaquear en un pasaje.
Un atrás del mundo,
un desierto privado,
cosas que nadie quiere
y te vuelven inmensamente rica.
El pasadizo quedó abierto
y lo que sigue es pensar un jardín;
ni un edén, ni el primero,
tierra llana será,
emparejada para que el pasto crezca,
riego, sólo eso;
y que el calor de lo fértil
le sea otorgado,
y que el agua de la franqueza
le sea otorgada.










Tormenta tropical

El ventilador de techo
gira ruidoso en medio
de la tormenta tropical;
cada relámpago lanza
una espada de luz
que se deshace contra la pared.

En la atropellada el viento
desestabiliza las aspas
barre la habitación desaforado
como el viraje
que te deja dando tumbos
frente a la crueldad fuera de cálculo.

Los containers se vuelcan
las raíces se destripan
la arboleda se dobla y aúlla;
el paisaje, esa belleza que te sembró
de horas absortas,
se desarma en sacudidas;
estalla en chaparrones
la pesadez del calor.

Pero el agua es la calma
el goterío
la serenidad de la constancia,
un torrente de bautizo
donde tendrás que morder
el grano de sal que te ha tocado

lluvia,
alegría perpendicular.










Los petirrojos del norte

Cien, cincuenta,
una bandada enorme llenó el aire,
sobrevolaron la casa
cerca de nuestras cabezas
como una nube de granizo,
como una lluvia
que iba a caernos encima
con su estruendoso concierto.
Voces chillonas que se aplacaban
en uno o dos trinos finales, para resurgir
otra vez poderosas en el tumulto.
Euforia de grandes compositores
un Brahms, un Beethoven
dando entrada al coro en notas altas
o al pulso de los timbales.

Llegaron intimidantes pero se volvieron
menudos al bajar sobre las barandas,
al posarse sobre el techo brilloso
de los autos.
Migraban hacia el norte
con el olor cálido de marzo;
dejaban nidos e invernada llevados
por el magnetismo del polo
y una afinada, envidiable percepción
del fin y del principio.
Nunca vi tantos, todos juntos;
yo estaba a esa hora
en la puerta, levantado el capot
de una camioneta sin arranque,
con una batería exhausta,
tan contradictoria, sin energía.

Torpemente terrestre estaba quieta
en la entrada al garaje de una casa de paso,
sin comunidad festiva;
llena de tareas, pero quieta
buscando un envión vital,
un sentido para irme o volver,
o sostenerme sin tristeza,
cuando ellos bajaron
y revolvieron la tierra,
cuando giraron entre espinos oscuros
y azaleas luminosas,
en su círculo de fuerzas.

No duró más de cinco,
a lo sumo diez minutos
y reanudaron el viaje,
con ese regocijo capaz
de agujerear el cielo y esa ligereza
que de todo se desprende.
En su gestalt gritona
hacia el norte seguro de lo tibio
levantaron vuelo,
contra el vértigo y la sed
que podría derrumbarlos,
contra la paciencia estacional
y todo lo que derrama furia, inútilmente.










El azul colapsa

Hay una arcada de ramas
para que pases;
hay un puente de álamos
para sostenerte.
Hay un aire recién venido
para que lo respires;
hay una grieta para que digas
palabras como felicidad o maravilla.
Todo cae, todo es suave
y desviste, todo es cuerpo
impulsado e inmóvil.

La brevedad
de lo que ocurre es inmedible
y el alma se desacomoda
en un caos benévolo.
La luna brilla cada vez más blanca
y a su alrededor el azul colapsa.

Las circunstancias varían,
los lugares difieren,
pero a veces sucede.
La mejor fruta es alcanzable,
los caminos se aclaran
en el reflejo de las piedras.
Abrir los ojos y pasar,
es tiempo,

la posibilidad
puede escaparse.