jueves, 11 de agosto de 2016

Carolina Esses


Carolina Esses (CABA), Versiones del paraíso, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.


































Te habrás abierto un camino entre cañas


las manos fuertes, precisas

habrás visto todo más salvaje –los teros, las bandurrias

el humor amenzante de los patos–

te habrás sentado junto a un árbol, los perros atrás

muy atrás, con él,

tu vida te habrá parecido perfecta

como el círculo que dibujan en el aire algunas aves

–sostienen en su demora un rumor secreto–.

Con un suéter sobre el camisón envejecido, me dijiste después

entraste al mallín

y encendiste tu pequeño atado de papeles.

Viste chispear las hebras grises y negras

la fibra vegetal –¿o eran libélulas que flotaban

en el aire ciego, resplandecían?–

y tu gesto fue una súplica

una oración pagana porque creés

mucho más en la benevolencia de las estaciones

que en la voluntad de cualquier dios,

esta vida que siga su curso, habrás pedido

y después nada: el silencio de la noche

ondulante como un océano

salpicado de espuma galáctica.












Como la corriente lenta pero constante


que arrastra peces y aves marinas

como esa corriente

capaz de elegir por nosotros un destino,

el mallín nos llevaba hacia lugares que no conocíamos.

Caminábamos por el perímetro inundado

nos asombraba la voracidad de los roedores

cómo mordían con dedicación las cañas blandas

cómo las quebraban…

Veíamos nuestra sombra dibujarse

sobre la maleza tierna

flotante; no imaginamos –no podíamos imaginar–

que no había raíz ni cimientos

y abríamos las manos

pero en lugar de arcilla fértil sólo era tierra oscura

lo que se nos escurría entre los dedos cada vez.

El agua es generosidad, decíamos, abundancia.

No tuvimos en cuenta que podía ser desborde

pérdida, disolución;

salvo que fuésemos como esos juncos

tallo verde, hoja que nace

de la humedad y crece aérea, maleable

salvo que nos ofreciéramos

a la mordida filosa de los ratones

y nos transformáramos

en gozosa

fugaz celebración de lo que queda.












Nada cambiaba y a la vez


todo se volvía tibio más amable.

Las lavandas erguidas

militantes en su causa natural

como diciendo

acá el alimento, la casa;

el perfume de la salvia

el viento que dibuja el contorno

de pinos como iglesias.

Puedo verte: abrís ventanas

acomodás muebles, barrés

lo que fue dejando el día

todo es luminoso y no hay dudas

tu mano se apoya en mi espalda

mi brazo en tu nuca.

Vamos, vamos, decís

mientras suena Ben Harper

y marcás con el dedo índice

el rítmo de la música

si hasta los chimangos cantan

en la noche iluminada.

Cierro los ojos.

Te ofrezco, al fin

mi mejor versión del amor.












Pena de amor en una ciudad turística


Algunos días, como hoy, vengo sola al centro.

Busco el espacio vidriado de un locutorio

y me quedo unos minutos mirando la calle.

La parte invisible del mundo, pienso

–un hombre, una mujer, vos–

debe esconderse en esta guía telefónica

donde busco tu nombre

y la dirección donde solía encontrarte.

Prefiero caminos empinados.

Subir y bajar forma parte de mi recorrido diario.

Sin embargo hoy me detengo en una calle plana

estoy en los barrios altos

desde aquí se ven el lago, los cerros

si estirara un poco la mirada podría ver

incluso, la casa –queríamos un paisaje

pensábamos que se podía estar

como el árbol en el reflejo del agua;

pero aunque parezca que el tiempo se detiene

todo aquí sucumbe a su propio, extraño deterioro–.

La luz de la tarde desdibuja los contornos

y no se distingue el fondo de la figura que lo atraviesa.

Voy como el ciervo

la piel encrespada, el andar sigiloso

busco confundirme entre la sombra de las cosas

no hay nadie alrededor mío

y la noche se demora

como un insecto gigante sobre el lomo de su presa.

A veces tengo noticias tuyas.

Oís a lo lejos el mar, decís

y sobre tu casa vuela una multitud de aves.

Mi desierto te parecerá estepa gastada

piedra; el bosque, una maraña de hojas sin sentido

pero, ¿el viento blanco?

¿lo ves avanzar sobre tu llanura fértil

como una manada de incansable galope?

Yo, amor mío, alimento esa manada.












Antes, en el arenero


había encontrado la cadencia de unos versos.

Lo difícil era sostener el ritmo de las palabras, la música

sin perder de vista los pies inquietos del niño

sus manos trepadoras

–¿era esta la escena que imaginamos aquella vez

los pies hundidos en una orilla de piedritas

amansadas por el tiempo?–

Un bebé que duerme

un niño que tira su autito por un tobogán

y el juguete rueda

se mezcla entre ramas, flores, hojas secas

porque no hay nada profundo

acá donde caer

o quizás sí, una profundidad invertida

de nubes apelmazadas y a punto de reventar;

sólo que cuando llega el momento

de correr y buscar los juguetes

no hay rastros del auto rojo

se lo ha devorado

la cama vegetal que cuidó antes el juego.

Entonces nos vamos, con las camperas, el bolso

un bebé trepado a mis brazos, el llanto

–el auto rojo: perdido, los versos: perdidos–

corremos, así, bajo la lluvia

y estoy cada vez más cerca

y cada vez más lejos

de aquella escena

cuando presumíamos juntos

cómo sería el porvenir.