sábado, 1 de febrero de 2014

Verónica Yattah



Verónica Yattah (Buenos Aires), Allá es mañana, Funesiana, 2013.
















No sé cuándo empezó a interesarme la calidad de
los dibujos. Tal vez haya sido con los elogios que
surgió  la  idea  de  ser  dibujante.  Fui  más  seguido
a  la  sala  de  objetos  perdidos,  siempre  en  busca
de  nuevos  materiales.  A  los  lápices  se  sumaron
la  goma  de  borrar,  una  lapicera  de  pesada  tinta
negra  y  una  carpeta  con  dos  argollas  enormes  y
brillantes.






En  la  carpeta  intenté  armar  una  serie:  páginas
y  páginas  con  dibujos  que  mostrarían  las  cosas
importantes de la vida.
La  abuela  me  acercó  frascos  de  perfume  vacíos,
latas  de  caramelos,  papeles  de  regalo  doblados
con  minuciosidad.  Me  costaba  entender  cómo
la  abuela  había  podido  guardar  tantas  cosas  y
no  haber  podido  preservar,  sin  embargo,  una
casa  propia.  En  ella  hubiera  podido  exhibir  sus
maravillas sin tener que ocultarlas, cada vez, en la
caja vieja de zapatos.






Nunca  pude  dibujar  los  olores  de  la  comida  que
preparaba la abuela. La carne picada se mezclaba
con la cebolla, el morrón y la pimienta. Mientras
cocinaba  me  sentaba  cerca  suyo,  en  una  mesa
desplegable que casi no abríamos. Intentaba copiar
la cebolla, el morrón y el delantal de cocina lleno
de flores. Intentaba borrar la idea de que todo eso
conforma una naturaleza muerta.






La abuela se fue un día de verano. El sol de ese día
no concordaba con la idea de muerte. Ni el sonido
de los autos, ni el de mi hermano jugando con su
amigo  en  el  balcón.  Yo  colgué  el  teléfono  y  fui  a
sentarme  al  banquito  de  la  cocina.  Puse  la  pava
para oír a la abuela. Esperé y fue ella la que silbó.
Mezclada con pájaros y autos que pasaban ese día
por la puerta de casa, fue ella la que silbó. 







Jorge Figueroa



Jorge Figueroa (Santiago del Estero/Hurlingham, pcia. de Buenos Aires), En mi menor, Macedonia Ediciones, 2013.















Ante tanta sed declino.

Voy a ver las flores,
a besar a mi madre,
a traducir sus miedos.

Pero ella
está consigo misma
cansada y sola,
tiene en sus labios
todas las palabras
que me faltan.







Escribo con los muertos a mi lado.
En un ciego ademán
miro la noche como a nueces secas.







La taza sobre la mesa
y tu vestido desnudo
se aburre en una silla.















Alejandra Méndez




Alejandra Méndez (Santa Fe), Tarde abedul, La Pulga Renga, 2013.














La tríada

Era de Francia
el ramaje inaugural del padre.

Ese adentro quebrar de voces
como quien traga la tierra.

Las manos fascinadas por el arte
se mecían al sol,
irrisorias.

Hutspot en la mesa
servida del domingo.

Mudanza de los ríos
en los ojos
que ya no ven.

Rara procesión de tormentos
de la guerra.






 “Para qué vivir en blanco,
cuando la vida es roja” –decías,
olvidando el desparpajo
de la muerte.

Vuela la tríada
de San Juan de Luz
inundada de verdor
(hayas, brezos, robles,
tejos, castaños, abedules)

Yo encarno los secretos
toscos y huesudos
de los rasgos.

Y aún los veo reunirse
adecuos al temor o a la virtud.

En el patio trasero
del recuerdo –sustraídos–
hablando de sus hijos.





De la manera en que me salvo

No uso reloj en la muñeca
(es triste el mundo de los ajustados)

No uso gafas oscuras de sol
(es triste el mundo de los escondidos)

No uso paraguas de la lluvia
(es triste el mundo de los protegidos)

Me salvo así
(o eso creo)

De pensar el control de los objetos.
De pensar la distancia de los otros.
De pensar que la lluvia es una maldición.