martes, 25 de agosto de 2015

León Romero




León Romero (Mar del Plata), La máquina de vivir, El Ojo del Mármol, Buenos Aires, 2014.
























Dormir, 
que el cuerpo olvide 
salir hasta la orilla 
donde todavía hay niebla 
irse lejos 
ser anónimo 
ignorarlo casi todo 
para olvidar esa tristeza 
que vive en las cosas grandes.












Los ruidos de la noche se extienden y se pierden 
como el golpe de un palo sobre el cuero de un tambor; 
afuera peligra el mundo sin nadie que lo use. 
La ciudad ha roto su collar de transeúntes 
y parece frágil, como un nido en el hombro de una estatua. 
Cuando las ventanas encaucen el alba, 
este fantasma colectivo recobrará su maquinal rutina 
de signos y valores. Yo, que ahora estoy despierto, 
¿quién soy mientras veo cómo se forma la ciudad?












R.I.P.

Ni el ruiseñor de Keats 
ni el último lobo de Inglaterra 
decoran estos arrabales. 
Aquí, una flota de moscas kamikazes 
y una jauría de perros que aúllan en la calle 
se mezclan con el ruido 
que hace tu pequeño ratón blanco 
rascando en la viruta. 
Lo miro mientras fumo y tomo whisky 
con la ventana abierta, 
pensando en qué hemos hecho mal. 
Vos dormís, en una cama improvisada; 
has engordado, al igual que mi amor, 
que los tatuajes de tu piel, 
que esa vieja remera que usás 
cuando querés que las cosas se arreglen. Pero este silencio 
es necesario para que sigamos unidos, 
para que entendamos que el futuro 
siempre llega cuando muere alguien.












Si los animales hubieran anticipado la tormenta 
habríamos podido salvar lo puesto 
para que la desnudez de pronto no fuera una cosa tan fría. 

Si hubiéramos sembrado en el camino señales 
no estaríamos perdidos en una noche tan larga, 
donde no nos reconocemos a menos que gritemos de cerca. 

Tarde o temprano, el último de nosotros 
habrá de recordar que estás cosas ocurrieron. 
Pensará, “así tenía que ser”, 
porque hay un destino o porque las dijo un dios. 
Qué importa sufrir ahora, me digo 
si será mi cuerpo polvo o un árbol en flor.