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domingo, 13 de septiembre de 2020

Carlos Barbarito

 

Carlos Barbarito (Pergamino, 1955 / vive en Muñiz)


Materia desnuda, dibujos de Víctor Chab, Florida, Wolkowicz Editores, 2020.









África (I)


No hay viento, ni rumor de agua, y está oscuro. Quien se extraviara allí jamás saldría o

saldría desnudo y loco. Es una selva silenciosa, pero no una selva de plantas y frutos, de enormes y

pequeños animales. No, nada de eso. Allí, en perfecta metamorfosis con la oscuridad y el silencio,

habitan erráticas sombras, inmóviles furores, una angustia sin medida ni centro, un espasmo que

arde con llama fría. Nunca estuve en ese lugar, pero con frecuencia lo veo en sueños.


(I) Publicado originalmente en La luz y alguna cosa, Buenos Aires, Último Reino, 1998.




II

Habla y de su boca no sale palabra alguna. Pasa la yema de los dedos y nada siente. Intenta

oír y es en vano. Procura avanzar, permanece fijado al suelo. ¿Puede ver? Sí, pero sólo astillas de

hueso, uñas, pellejos. Está inmóvil, reducido a una condición de estatua expuesta a la lluvia, al

sol, al picoteo de los pájaros. Solo en un lugar remoto, lucha para no olvidar su nombre, lo repite

una y otra vez en su mente, último recurso antes de la nulidad, del vacío.




III

Adelante, sobre el horizonte, el humo de los mundos incendiados. Por una cavidad se

llega al infierno. La noche no tiene ojos, tiene bocas y por esas bocas la carne se entera de que

no existe reposo. Comen su propio dolor como comen fuego mientras las hormigas entran

de a miles por los agujeros de los sueños. Los árboles sangran, sufren el peso de una voluntad

invisible que los aplasta. En una pared, blanqueada con cal, cabeza de peces, de perros, valvas,

llaves oxidadas, máscaras. Y una inscripción, apenas visible, acaso hecha con un trozo de carbón:

Muerte, fruto podrido, ¿cómo vencer el asco y tragarte?


(1998)





A vuela pluma, a la espera de la tormenta


I

Por la mirada. Por el tacto. Por sublimación o encarnadura. Por razón pura: una pulpa

acidulada sobre un plato. Por pliegue sobre pliegue, mientras la noche asciende más allá de la

vasta ciudad en exilio. Por filo de hierba, el filo que cava en el aire. Por terquedad de bestia

mínima, sin pelo, que se niega a alimentarse de bayas y bayas es lo único que sobrevivió a la

tormenta. Por estrechez o por holgura; desde lo profundo y por ello incierto, allí, tal vez, el primer

deseo, ése que no distingue mujer de sombra de mujer, y el último desperezo junto a la hija de las

constelaciones, quieta y perfumada. Por el martillo que parte lo secreto para multiplicarlo. Por

el arduo comercio hacia los confines: azúcares, harinas, almendras, algunas plumas de codorniz.

Por monedas. Por silencio de farmacia. Por la saliva de un recién nacido. Por oficio de tejedoras

en casas enfiladas hacia el Oeste. Por géneros pintados, despintados aleros. Por lumbreras, hojas

de acanto, silbidos lejanos, presunciones, Idus de marzo, encajes y axilas, la luna y su arbitrio

sobre las olas, una hondonada con pólenes y cenizas. Por mi dedo que recorre, con morosidad,

una espalda; su espalda, mezcla de fermento y relámpago.




II

Quizás en el vestido ajeno y postrero, a la vista del cielo devenido en ámbar. Quizás en

la arena en estuche de fieltro que otros, con infinita credulidad, insisten en llamar Libro. Allí

supe, supimos, de la vanidad y del repudio, de las horas que muelen hasta los despojos. Quizás,

alguna vez, la alquimia restituida. En el fuego se quemará el barro para ser, auguran, maravilla,

pero ¿cuándo?. Amarrado a la orilla, un bote. Del otro lado, señalado por un casi imperceptible

grupo de estrellas, una sinfonía en latencia que espera encarnarse en música.

En algún ojo, una mirada de ave migratoria. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el Este, sal sobre piedra

de sal? ¿Hacia el Oeste, número teñido de azul que ocupa, con vergüenza, el espacio de la risa?

Se nace –dijo– para contemplar cómo se derrama la leche al hervir, para oír el anuncio de la hierba

contra el muro del asilo, para domesticar en parte a un animal que jamás sabrá nuestro nombre.





Radiación de fondo

A Juan José Ceselli


I

Por vía de un golpe de látigo, de una terca voluntad de golpear contra el muro, de

contemplar soles candentes en apariencia fríos, de almacenes con golosas irradiaciones, de

hombros desnudos entrevistos bajo la penumbra lunar, de grabados con salamandras en el fuego,

de testamentos redactados al vapor del mercurio, de remotas luces que, presuntamente, señalan

el lugar del Paraíso. Entonces el rumor del viento entre maderas, la lucha del insecto por alcanzar

el otro lado de la ventana, el relámpago detenido en el penúltimo grado de su intensidad, la

cópula en dirección a los cometas, los confines, los frutos abiertos y dispuestos a ofrecer sus

zumos a los sonámbulos.





Tormenta


En un papel al que se lleva el viento, una pregunta: ¿qué es lo que nos arrastra, lejos

de los manteles, los platos, las frutas? Alguien ensaya un paso de danza, otro subraya una frase,

otro, en fin, se lleva a la boca un pedazo de bizcocho; finalmente caen, alejados entre sí, en lo

indiferenciado y turbulento. Yo, por mi parte, pronuncio, con la misma obstinación y el mismo

resultado, ciertas palabras que todavía creo cargadas de magia, capaces por sí solas de salvarme:

madrépora, pavesa, olifante, liturgia…





Bordes


I

Se comen hasta la luz, la fuente que la produce, el metal que la refleja. Se comen cada

fruto, el aceite de la belleza, los ojos de los delfines, las hierbas, las telas. Devoran el zurcido en

los telones, muletas, vasijas, guitarras. Siempre tienen hambre. Nada los satisface. Se comen las

figuras de dioses famélicos y obesos, las máscaras, el reflejo de la luna en el lago. Tienen agujas

perforadoras, tubos de succión, esponjas absorbentes, con eso les basta. ¿Hallan ellos placer en

esto? Ellos ignoran el placer, sólo mastican y engullen. No están en el mundo sino para eso.




II

¿Y si fuera fruto de un error? Un error antiguo, irremediable. ¿De allí la vacilación, la

torpeza de su cuerpo que no alzará jamás el vuelo? Se hunde en el limo. Mastica hojas secas. Se

aparea donde otros como él, patas arriba, se pudren.






















sábado, 14 de mayo de 2016

Carlos Barbarito


Carlos Barbarito (Pergamino/Muñiz, Buenos Aires), Falla en el instante puro, Botella al Mar, 2016.























En el vacío que sobreviene al final de la conversación…

En el vacío que sobreviene al final de la conversación,
en la hora sin boda ni cosecha,
en el ilícito sin testigo,
en el oráculo impreciso,
en la boca desdentada,
en el idioma olvidado;
cuando el pastor extravía su rebaño,
cuando ni la sombra
encuentra sosiego, purgatorio,
cuando el paisaje no cambia,
el sueño se vuelve roca,
cuando pareciera no existir escapatoria
ni por arriba ni por abajo;
¿dónde la ciencia y dónde el milagro,
la casa para el errabundo,
el fruto para el amante,
el rayo verdadero, que no nace
de la tormenta, la terca vibración,
el insistente llamado,
el súbito despertar
como quien surge de la tempestad,
un torrente?









Se detuvo y dijo: un corazón en cada cosa. Y…

Se detuvo y dijo: un corazón en cada cosa. Y
siguió empujando su carretilla cargada de pasto
más allá del amplio jardín junto a la casa;
mientras duró la voz, un instante,
por el aire, traídos desde la infancia,
tábanos, moscas, mariposas
y el tiempo de regreso al día
anterior a la primera lluvia,
la vida despojada de todo peso
en dirección a los nidos,
en cada nido un ave que regurgitaba.









El momento se encarna en un niño…

El momento se encarna en un niño
que tiembla, detrás de una ventana,
ante el relámpago. ¿De qué
está compuesta esa luz fugaz y fría
que es luz pero también serpiente?
No hubo previsión como no hubo aviso;
demasiado espacio fue dedicado al tedio,
a un mero permanecer de polvo en la alfombra.
Demasiado tiempo desgastando,
de a poco, lo eterno
y de cada hora, el afán del cursor
como ojo de animal
que se encamina, sin pausa, hacia el Diluvio.
Rasga el cielo. Precede al ruido del trueno.
El mal futuro ya orbita el presente.
Dirán, en otra parte,
que todavía queda una instancia
para la gracia, el ramaje, el espesor.
Aquí, detrás de la ventana,
sigue temblando un niño
aunque la razón del miedo pareciera haber cesado.









Los ojos abiertos, cuando está oscuro…
(María Gracia Subercaseaux, Espejo)

Los ojos abiertos, cuando está oscuro,
los ojos cerrados, cuando estalla
el relámpago. ¿Qué
falla en el instante puro,
en la instancia más abierta y destilada?
No somos polvo ni hierba.
Y lo somos, aunque entremos al mar
y, entre olas, sepamos
que allá abajo hay plantas y peces.
¿Quién instaló muerte,
azar? ¿Quién puso llama
en el extremo de la vela,
bestias cabeza abajo,
dolor en el dolor?
¿Es todo cuanto podemos decir?
¿Y esa que, desnuda,
al pie de una cama
con sábanas revueltas,
a si misma se contempla?









La vida cabe en un grano de arroz…

A Saúl Ibargoyen

La vida cabe en un grano de arroz:
el temblor del cobayo ante su propia sombra,
el vuelo de la polilla y el olor de la resina,
el apretado tejido de una frazada,
el muelle de piedra que se adentra en el lago,
la grava bajo el zapato,
la yema de los dedos
por lo escamoso, lo áspero, lo suave,
el síncope de un ave en pleno vuelo,
un trozo de papel en un bolsillo,
una chispa, un pasaje incierto,
un eclipse, un pañuelo, nombres:
de calles, de mares, de amantes,
la mano que se cierra, la mano que se abre,
lo que sobra, lo que falta, lo que queda,
la gota de agua que cae desde la canilla
y, al mezclarse con el agua de un balde,
deja de ser gota sin dejar de ser agua.