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lunes, 30 de mayo de 2016

Ariel Williams



Ariel Williams (Chubut), La risa huérfana, Hilos, Buenos Aires, 2016.


































De “Fui un adolescente de la estepa”







2

Los días de la estepa eran larguísimos. Larguísimos.
Yo pensaba que solamente así un día podía llegar
hasta el horizonte. Para mí un día empezaba en un
punto y se extendía como un mantel de goma blanca.
O como el cuero de un animal muerto. Muchas veces
traté de quedarme despierto para descubrir el punto
en el que el día se abría adentro de la noche, y cuando
se hacía luz. Nunca lo logré. Siempre ocurría que
intentaba sostener mis ojos en el cielo atravesado por
líneas de estrellas, y había una oscuridad en la que me
iba, y de golpe abría los párpados y ya era la mañana
y el día estaba corriendo.












3

En los días larguísimos estaban los silencios. Había muchos.
Estaban las corrientes de silencio y estaban los lugares
de silencio. Y había seres que acababan de silenciarse
y dejaban su hueco en el silencio profundo de toda la estepa.
Yo les había puesto nombre a los silencios que escuchaba,
pero me los olvidé. Solamente me acuerdo del nombre
de un silencio que escuché, y fue la presencia muda de
un hombre sentado en un bajo de matorrales, a doscientos
metros de mí. Ese silencio se llamaba “souí”, y pasó una
sola vez. No me acuerdo de cómo se llamaba el silencio
de mi padre muerto. Si un pájaro se callaba, quedaba
como un punto claro en la noche.












8

Yo fui un animal joven. Tuve mis fuerzas y mis momentos.
Primero descubrí la alegría. A la tristeza no la tuve que
descubrir, ya estaba en el mundo. A veces iba solo, y me
perdía en el terreno de los matorrales, y veía los animales
y los insectos. El vaivén de los seres vivos.
A la muerte no la tuve que descubrir, ya estaba en el mundo.
En la soledad de los pastizales pensé en la muerte. En el agua
fría de un canal pensé en la muerte, y me dormí flotando y
cuando abrí los ojos vi que había llegado el cielo de la noche.
Temblaba, pero no tanto por el frío, sino más bien que la muerte
ya había estado mucho en mi cabeza. Entonces me vino este
pensamiento: “Soy un cuerpo vivo”.












12

Nuestras mentes a la velocidad de las llanuras de matorrales.
En ese vértigo asesino. Los días parecían luces y sombras
sucesivas. Los terrenos rotaban sobre sí mismos. Escuchábamos
en la distancia la respiración de los animales, sus narinas
buscando aire. Y escuchábamos el nacimiento de la vida
y de los seres. En las jornadas de cacería, los soles paseaban
por el cielo sus rostros delgados, observando. Con las cabezas
como vientos vivos, acorralábamos a las presas y sentíamos
su piel suave y su temblor de muerte. Y a la noche,
junto a los fuegos, yo veía la azotea negra del espacio

y me parecía un gran pensamiento ondulante.













































martes, 3 de febrero de 2015

Ariel Williams






Ariel Williams (Chubut), Notas de una sombra, Espacio Hudson, Buenos Aires, 2014.
















Parte I



[...]
2

Aprendí a nadar en un río verde que avanzaba por pozos de luz y
silencio. Los peces eran visiones repentinas en el barro.
Braceaba desde un puente rodeado de árboles de ramas negras
hasta donde el río daba al mar. Me acercaba con lentitud
a los sonidos de los pájaros marinos. Movía los brazos como
aspas. Me acercaba al olor a sal y había ahí como un cielo
moviéndose, avanzando y retrocediendo. Una tarde me pareció
ver en el fondo  un pez con mi cara. El animal se detuvo un
instante a mirarme con sorpresa. Después dio un coletazo y
desapareció en la oscuridad.




3

Manejé a la luz de las estrellas. Colgaban sobre mí como astillas
quietas y frías de mica. A veces apagaba las luces del automóvil y
recorría la ciudad. Acelerando. Había fondas abiertas donde se podía
tomar vino o licor y seguir. No sé si buscaba la muerte o la vida.
Salía a la noche, al campo, a la ruta, a playas vacías. Aceleraba.
Las ruedas levantaban piedras del tamaño de una mano.
Si le pegaban a alguien, podían vaciarle la cara. No había nadie.
Tomaba ginebra. Volvía a la ciudad y entraba por las calles.
Hundía el acelerador en el vacío. Al desvestirme, sentía la camisa
empapada, como si me hubiera zambullido en un mar.



[...]

16

Supe que el vacío de la lengua era yo. Sentado en una habitación
de hotel. Las palabras ya no me aludían. Hablarlas o escucharlas
era como ver pasar trenes muy veloces con vidrios negros. Yo decía
o contestaba lo correcto, pero no sabía lo que estaba ocurriendo
adentro. La ventana, la mesa, la cama de la habitación eran
presencias estables sin nombre. Al mediodía y al atardecer,
una mujer venía a golpear la puerta. Yo había aprendido una
conexión entre esos golpes y una escalera y una mesa bulliciosa
y el movimiento de masticación. Aunque esa serie estaba siempre
en peligro de ser interrumpida por una noche gigante.




[...]
 20

Una mujer que reía en el silencio. Una tarde se puso un vestido
rojo y me llevó a una llanura donde el cielo era una extensión
sin límites de luz celeste. Qué importaba si al recostarse sobre
el pasto se veían unas manos oscuras trepando por su cara.
En las junturas del mundo aparecieron seres diminutos
que también tenían ojos y bocas. Nos reímos a carcajadas del cielo
que se iba volviendo violeta. En un cascote vivía una araña
solitaria. Pensativa, quieta durante horas. La Vía Láctea pasaba
como una hilera de lámparas por sobre sus ojos mudos.





Parte II



[...]
4

Las camisas serias en las perchas. Con sus corazones de tela, con
sus manos ausentes planas. Como si fueran pieles de qué animales.
La parsimonia de la muerte.
Un vaso tiene dedos amarillos que usan la sombra para avanzar.
Qué buscan sobre la mesa. Tantean entre las migas. Qué harían
con lo que encontraran. El cristal desea algo vivo.
Las cortinas mueven suaves sus alas de mariposa gigante. Cerca
de ellas, van niños a jugar y miran a través de los vidrios. No ven
las patas grises de esos bellos insectos, enormes, posadas sobre
la pared.




[...]
9

La ropa de los muertos, hundidos en la tierra. No se trata de la tristeza.
Pulóveres con huellas de sonidos de corazones, zapatos con sudor
de pies que ahora son sombras adentro de un pedregullo. Las camisas
vuelan vacías de hombres. Hay un vestido acostado sobre una cama.
La que lo iba a usar duerme escondida en la tierra del mundo. La
timidez de los que no están. En los roperos cerrados está su silencio.
En el aire de la mañana una vida que estuvo no viene: labios, manos,
hombros curvos, una risa breve. El aire es tan bello y puro; pero
todos duermen.




[...]
13

Una vez caí profundo. Las cosas se veían oscuras, me cruzaba con gente
de rostros quemados por no sé qué sol siniestro. Los muebles de madera
temblaban. Algunos aparadores de vajilla estaban a punto de trizar sus
vasos con el ruido de un grito. Las camas de pensiones y hoteles me
envolvían en un silencio de invierno. Viajé por provincias solitarias.
Comí seres vivos: había que sostenerlos de las patas para que no salpicaran
con la salsa que les cubría el cuerpo. Morder algo que tiembla. A veces
se parece a hablar. Dormir con los muertos después de tragar un vino
pesadísimo. Ahora sé de dónde vengo.

  


14

Los órganos son espíritus animales detenidos. Todos los días encuentro
manos, ojos, hígados al abrir la puerta. Vienen a unírseme. Los hago
volver y envío con ellos a mi estómago o un dedo del pie. Soy un conjunto
de animales un poco sueltos. En la historia de la simbiosis, estoy un escalón
abajo de los demás. Siento que nuestros ojos eran medusas en el paleozoico.
Hay algunos animales que todavía son fluidos: la tristeza, la risa. Con la risa
cloqueamos como pájaros ridículos. Los animales fluidos, la saliva, las
ilusiones, vienen de las corrientes. Los animales viscosos se forman en
las grietas y agujeros: la lengua, el páncreas, los pulpos.