jueves, 12 de noviembre de 2020

Ioana Catsigyanis


Ioana Catsigyanis (Buenos Aires, 1976 / vive en París)


El paso del equilibrista, Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2018.










Llego de madrugada al país de las cimas blancas:


es un bello color el blanco, el de la niebla y la luz,

y en la sala del hospital un rostro femenino se acerca

y me habla dulcemente. ¿Afuera está el mundo?

Me gusta mirar desde adentro

hacia afuera y nunca al revés. Es una ventana que cierro

súbitamente, fragmentos de impresiones ajenas

pueden entrar en las cavidades del sentimiento

y ocuparlo todo, como una transfusión,

el camino intravenoso

es más rápido que el sonido de la voz.

Un sol enorme nos recibe

en el despertar del quirófano. La luz

es el conducto por el que se pasa

de la muerte a la vida, y viceversa.








A lo largo de esta tarde de profunda lluvia


el ojo de quien observa tras la ventana

no sabría discernir

si es la primavera quien adelantó su paso

y tiñó de verde y frescura al árbol

que se sacude en la tormenta helada

o si es el invierno que camina penoso,

como un anciano,

y deja su estela glacial

en la luminosa tarde de abril.








De rodillas, al borde del acantilado, aspiro


el aire feroz del mar en tormenta,

me mareo y me horrorizan

las caras filosas y escarpadas de la roca gigante

que a lo lejos termina arrojándose al mar.

Observa cómo la planta silvestre ofrece flores

sencillas, pero de colores intensos,

y sabiamente amarrada a la roca se deja

abrasar por el sol y sacudir

por el viento a cielo abierto.

A lo lejos pasa una caravana de gitanos, benditos,

algo los lleva –no saben adónde y van–

livianos, gozando del paisaje y del reposo por las noches.

Te despiertas sobre un campo de lirios azules,

la boca salada y el pelo revuelto entre algas,

cerca de un pequeño arroyo,

entre las ramas, un bote amarrado

y alguien que espera, fumando tranquilamente.








Bajo la inmensidad imperdonable de un cielo gris


me escabullo entre el pasto duro como un gusano.

Qué absurdo es el miedo de un ser tan pequeño

y qué enorme la tormenta que está por entregarse

a la tierra seca,

la tormenta sólo preocupada en su propia existencia

en desplegarse, en explotar,

en desembarazarse de su carga,

la tierra espera, sedienta y con los brazos abiertos,

la lluvia voluptuosa

y en el medio, los invisibles gusanos,

que sólo están ahí,

equivocadamente.








¿Qué te asusta de abandonar los párpados


y dejarte llevar río abajo, como una balsa,

hacia la profundidad del bosque?

Un ángel azul se posa al pie de la cama,

luchás entre irte y no perderlo de vista

mientras suaves olas de mar te golpean

incansablemente, ¿será por eso

que las canciones de cuna concluyen

con una forma pueril de amenaza?

Caras desconocidas, objetos brillantes del día

pueblan la habitación transformados en

alimañas y brujas, y un hábito de otro tiempo

te lleva a cerrar los puños mientras los ojos

bajan la guardia. Vencido,

quedás entregado por fin al capricho del viento.

Sobre la ventana una rana vieja

se olvida de sí, de cara a la luna.

Un gong la despierta

en mitad de la noche.

 







La urgencia de la vida se dejó ver


en el azul de tus labios

para no dejar que se te escape de la boca

el delicado soplo que hay que preservar

entre las cuatro paredes de un cuerpo diminuto.

La carne, la siempre vil carne,

es motivo de sufrimiento

aún en las criaturas más inofensivas,

los dibujos del hospital de niños lo recuerdan.

En la sala de espera me digo que detrás de todo

puede estar escondido un poema, en las agujas,

en el monitor que vigila rítmicamente el pulso,

el aleteo de la vida. Es como estar sentado

al borde de una ruta y esperar algo

en la larga línea del asfalto,

a ver adónde nos lleva. Dar vida es

también entregar a alguien a la muerte;

nunca lo había pensado hasta el momento en

que te vi perder la mirada en el techo,

no puedo explicarte por qué lo hice,

no encontrarás en mí la respuesta.

A la par de tu llanto, hay un niño dentro de mí

que también llora y busca explicaciones imposibles

de cara a sus antepasados, esa manía

de arrojarnos unos a otros a la intemperie,

con apenas un poco de agua para el camino

y un grupo de chicos que te acompaña

riendo,

hasta la salida del pueblo.