viernes, 24 de enero de 2014

Alicia Genovese




Alicia Genovese (Lomas de Zamora/Buenos Aires), Aguas, Ediciones del Dock, 2013.
















Thales imaginó la tierra
como un plato flotando
sobre el océano   
y dijo que todas las cosas,
agua en su origen,
estaban llenas de dioses.
“Animadas” interpretó luego
la hermeneútica,
pero él lo decía
mientras frotaba
un trozo de ámbar
y briznas de pasto
se le adherían sin explicación;
mientras apoyaba un imán
contra el metal
de una armadura
y la piedra se detenía
como sus ojos atentos;
mientras alcanzaba
la altura de Keops
midiendo en la arena
la sombra proyectada.
Causas, ese más allá,
perseguía Thales,
en su universo
atravesado por ríos
y oscuridad
de dioses enérgicos.
Causas,
cuando el Delta del Nilo
hacía brotar en las mareas
los papiros, el loto,
y el sol de Mileto
caía desarmado
sobre el mar Egeo.
Anaxímenes propuso el aire
y Heráclito el fuego,
pero el agua
fue para Thales el principio,
la omnipresencia ordenadora.
Un ojo de agua
se abría en todas
y en cada una de las cosas
hasta volverlas físicas
y maleables.
Ningún filósofo aún
había separado el agua
de la idea del agua,
ni existían
mundos paralelos,
ni especulaciones
que el agua
no pudiese atravesar.








 




María Inés Mato nadó las aguas
más frías del planeta;
cruzó el Beagle, el canal de la Mancha,
un estrecho impensable del mar Báltico.
Sin trofeos, ni estadios
sus travesías parecieron inventadas.
Bordeó el glaciar en paralelo,
en círculo la isla de Manhattan;

aguas que expulsan con su mezcla ácida,
raras aguas que entregan
su cauce de vértigo.
María Inés Mato eligió en lo abierto
mareas de montaña
y volcanes helados,
oleaje turbio del mundo sensible
cenizas, peces, barro.

¿Quién acepta una nadadora sin pie
o ese imposible desequilibrio?
Con una pierna menos y sin prótesis
entrenó como una disidente;
en el verso libre encontró ritmos,
palabras que sostuvieran el calor;
en la falta de gravedad del agua
se llenó de voces;
nadar es hablar con la respiración.

Al mar del sur le habló con la memoria
de las mujeres yámanas,
a bordo de sí, con la corriente
del cuerpo hizo canoa
para llevar el fuego a la otra orilla.
María Inés Mato unió el estrecho
que separa Malvinas. Brazada tras
brazada, de la guerra abre olvidos;
una huella de espuma, un puente blanco,
un rastro en el agua de los vencidos.

¿Quién acepta una nadadora sin pie
que explora las bajas temperaturas,
sin rayas marcadas ni andarivel,
en las olas de su propia ruptura?
Con aire, un mar en contra se horada.
Del agua helada dijo duele muchísimo
pero es una frontera,
un cruce, solo eso.

Sin traje de neoprene
se zambulló en los hielos antárticos,
la gorra de goma de los nadadores
emergió inédita entre los témpanos;
un video muestra el barco guía
y su continuo braceo
bajo el ancho vaivén de una gaviota.
Coordenadas desiertas
que borran cualquier marca.

Proezas hacia adentro
probadas con el pulso.
Si cada persona es su propio mapa,
el suyo traza líneas,
casi imaginarias.
María Inés Mato buscó aguas frías
mares renuentes a la aceptación,
nieve hendida del planeta  ¿o qué
callados, secretos límites cruzó?

















Raúl Feroglio




Raúl Feroglio (Santa Fe), Sueño de agua, El Mono Armado, 2013.














El pozo

Ahora
que el tiempo sobre el tiempo
escribió con su verdor de humo
tanta página
Ahora
que estás acá con tus banderas
y preguntás
—“¿Cuánto dolía de piel a hueso aquella pena?”
Recién ahora
puedo sentir que el aire
sonaba como la tarde en que cavé con pala
un hueco mudo en la tierra de mi patio
para enterrar, muerto, a mi perro.
Luego de mirarlo largamente fue
echarme en ese pozo mudo
caer en una ausencia sin futuro ni ruido
y encontrarme a la vez
condenado a permanecer en el borde, parado,
baldío de toda sensación,
mirándome allá abajo
Sin tener siquiera la triste compañía
del cadáver de mi pobre perro.




Agua 26


“…lentos peces blancos…”
Belén Vecchi

Hay un cardumen silencioso en el fondo de la estrella.
Peces de fuego innumerables
tienen mis escamas por bandera
y por boca
mis añejas heridas.
Derivan juntos. Una masa sólida, esquiva,
disimulando su fragilidad de especie,
semeja un gran monstruo, hipervital, articulado,
algo de temer para cualquiera.
Y sin embargo
no son más que pequeños peces de la noche
a merced de los bocados
a la espera del anzuelo o red o golpe de mano
que los extraiga del ahogo que supone
para un pez de fuego
ser un cardumen silencioso en el fondo de la estrella















Carina Sedevich




Carina Sedevich (Córdoba), Incombustible, Alción, 2013.
















Escribir es mi única osadía:

bien vale dorar un cebolla,
un pedacito de cebolla morada,
desteñido en la manteca
para olerlo.

La soledad es mi única osadía:

bien vale estirar el mantel
sobre la mesa
preparar el plato azul
y los cubietos

y masticar mirando la ventana.












La gata me habla como un bebé.
Y me lame las manos
como un perro.
Y monta guardia mientras duermo
como un planeta.
Cuando escribo
se acomoda sobre los papeles.
Y me mira.
Sólo para que sepa
que ella está.

El peor momento es la mañana.
Ella lo sabe.
Cuando sé que no puedo dormir
más.
Y confirmo que estoy mejor así
sola y despierta
pero recuerdo vagamente
las trazas de algún hombre
y me entristezco.

Pienso
si el amor apagado puede
servir para algo.
Si es como una ceniza
para mezclar con arcilla
o con agua
o con savia
y hacer una cataplasma
un ungüento
un bálsamo.

¿De qué puede servir
todo el amor apagado?
Lo pongo fuera de mí.
Pienso en alguna cosa
que con el paso del tiempo
consiga cada vez
una hoja más tibia
más azul
más lenta para surgir
más rápida de aplacar.
Una hoja
donde se haya escrito
la idea del amor
alguna vez.
Una idea
tal vez como una pera.
La pera guarda
la forma del amor.
Cuando se pone azul
ya no parece una pera.
Pero quizás
con el tiempo
uno se acostumbre.

De todas formas
me entristece
el papel, las cenizas,
las peras, el azul,
la idea, la costumbre.
Mi gata se da cuenta.
Me lame los dedos.
Me llama como un niño.
Me mira.
Sólo para que sepa.