sábado, 22 de agosto de 2020

Celia Iribarne





Celia Iribarne (Buenos Aires, 1976)

La ira, Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2020.

















De "La ira"



Salvo las ventanas que miran al parque

 

Contiene ira

la palabra lira,

 

el instrumento musical

del poeta.

 

Yo tengo esta letra:

La "L"

 

de lira,

de lirio,

 

de letra que entra

con sangre

 

y corta la vena,

bermeja

 

tormenta

de Dios en el cielo.

 

Un pecado esta lira

no canta

 

el cantar

de los cantares,

 

no entona

los acordes del amor.

 

No la quiero,

la aviento contra el piano

 

y el jarrón japonés.

Contra todo,

 

salvo las ventanas

que miran al parque.






María Celia Iribarne

                                                –¿Por qué este nombre tan antiguo, papá?

                                                              –Porque era fino.

 

Me nombran con vocales elegantes,

con refinadas consonantes

y a épocas de antaño, evoco.

A las puntillas de una enagua,

a los caireles de la araña,

al ombú de la Estancia.

De labios maternos; un trueno

la melodía. De los paternos,

sinfonía wagneriana para piano.

Fila uno a la derecha.

Superpullman. Palco Primero.

Y viene siempre del Este

o del Norte,

la canción de mi nombre,

nunca del Sur,

ni hablar del Oeste.

Con una pompa en la boca me llaman

y en el aire reverbera una estela

de laureada poeta, de Madame

en blanco tailleur

por el Boulevard.

¡Qué porte, qué donaire, qué piné!






De "La amargura"


Secretos de familia


Mi bisabuelo se quitó la vida

en el despacho de su gran empresa.

Mi abuelo andaba desnudo por la casa.

Mi padre se emborracha y me lo cuenta.

A mí, que soy bisnieta de un suicida,

nieta de un nudista, hija de un borracho.

 

También Noé fue un padre borracho.

Lo dice el Génesis.

Su hijo lo encontró dormido

y desnudo en un viñedo.

Y aunque con un manto lo cubrió

igual sintió vergüenza al despertar

y lo maldijo:

"¡Esclavo de tus tíos

y hermanos serás!".

 

Tal fue la maldición

que el padre de la humanidad,

el hombre que sobrevivió

al diluvio universal

y repobló la tierra,

le echó a su descendencia.

 

Dicen

las malas lenguas

que esto pudo haber dado comienzo

a la esclavitud en el mundo

porque Cam, el maldito

de los hijos: era negro.

 

Padre,

mi manto es esta trama

quebrada de lunáticas palabras.

Perdoná si al desnudo te dejo

cuando intento abrigarte.






La azalea

I.


Una madre

deja a su única hija en el balcón

para que cuide a las plantas,

que aprenda a amarlas.

La madre en verdad

quiere tomar un baño caliente,

estar en paz.

Las plantas aburren a los niños.

Denles magos si los quieren

quietos y en silencio.

Años más tarde

me cuentan de la azalea,

da una flor color rosa

quizás por eso la ignoraba

pero son voluptuosos sus pétalos,

dan ganas de tocarlos.

Tuvieron que llevarla a la azotea

a que reciba más horas de sol,

parece que está muerta,

sin embargo hay un brote

que aún brilla

en su inocencia verde,

ignora la muerte.

 

 




De "El amor"



Lección del sauce

 

I.

A las hojitas del sauce llorón,

que llegan a mojarse con el agua del río

porque el viento las hunde y las eleva 

cuando quiere, les pregunto:

 

¿Cómo es soportar todo el peso de la gota 

y aun así bailar en el vacío,

darme un momento de gracia 

en el que olvido 

y siento la savia animar 

mis tiernos filamentos? 

 

 

II.

 

Me siento en un banco

a la vera del río

y entre las vetas de la madera

brotan hojitas débiles

con pintas blancas.

Ya vi flores nacer de grifos oxidados.

“Insisto en ser árbol”,

dice una voz fantasmal.

 

 

 

 

 

La azalea

II.


Un padre riega una azalea

durante todas las tardes del verano,

sube 15 pisos después de trabajar

a la azotea de un edificio céntrico

en la ciudad.

Mira las ramas, mueve la tierra,

persiste su fe

en el único brote brillante.

La planta, en la azotea

conoce al fin lo inmenso del cielo

ya no tiene esa forma de trapecio

que delineaban los contornos

de los edificios, las antenas, las cúpulas.

Ya no hay esfuerzo por llegar a la luz,

ni sombra temprana que enfríe la tierra.

Todo el espectro del sol para ella.

Apenas los primeros, apenas los últimos

rayos aún desconocidos por su corteza.

Y a la tarde otra vez el agua

fresca que el padre vierte

sobre los capilares que arden

como la tierra.

 

El encargado

del edificio y de cuidar esta planta

mientras mi padre trabaja se llama Ariel.

Una tarde, lo esperará en el hall central

y le dirá "¡Señor Juan, señor Juan

la azalea dio una flor!". Y los hombres

subirán como niños los 15 pisos

para admirarla

y decirse palabras de amor

ante el milagro y lo sagrado. 
















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