domingo, 6 de septiembre de 2020

Andrés Bohoslavsky

 

Andrés Bohoslavsky (Cipolletti, 1960 / vive en CABA y en alta mar) 


Los ojos de Sasha o El fin de un sueño rojo, Buenos Aires, Leviatán, 2018. 










Los ojos de Sasha
o el fin de un sueño rojo

La muerte de mi madre en un hospital para enfermos mentales
provocó diferentes reacciones entre los miembros de mi familia
–una familia que zozobraba como los restos de un naufragio
que de a poco desaparecen sin importarle a nadie.

Fue internada por sus hermanos, diagnosticada con un cuadro de esquizofrenia
que según ellos no tenía otra forma de ser tratada
con urgencia, violencia y un grado de crueldad que prefiero olvidar.

Devota del sueño bolchevique, jamás pudo entender los cambios del mundo
ni una sociedad que corría tras la felicidad y salvación individual.
Finalmente se alejó de los suyos y del resto, terminó aislada por propios y extraños
que la rechazaban tanto a ella como a su forma de pensar.

En mi corazón, sentí que su muerte simbolizaba una especie de asesinato
donde todos tenían una cuota parte de responsabilidad y conformaba
uno de esos crímenes silenciosos que todos preferimos ignorar y cuyo formato
nos incrimina, lo que constituye un buen motivo para mirar hacia otro lado.

Buscando protegerme del dolor y de su ausencia, decidí refugiarme
en la casa de uno de los pocos amigos que me quedaban, Vladimir.
Un tipo silencioso y casi autista que se asemejaba a mí más de lo imaginable.

Los domingos acompañaba a mi amigo a visitar a su abuela que,
como el resto de los ancianos, se encontraba en un lugar llamado geriátrico,
pero a mí me resultaba más parecido a un depósito de personas abandonadas,
con rasgos de campo de concentración moderno o una variante de los zoológicos
que, en lugar de chimpancés y leones enjaulados, aquí se encontraban en estado
natural y sin rejas, donde los exhibidos eran seres humanos.

El dueño del zoo, perdón, del geriátrico, se volvió millonario
a raíz de esta actividad y otra también, exquisita: prestamista.
Mi mente fue ideando un plan, moldeándolo en silencio domingo a domingo.
Conociendo el dato de que los abuelos partirían el lunes en un tour a la fría Necochea,
en plena temporada invernal, entré de madrugada al lugar. Entramos, mejor dicho,
mi gatito Sasha y yo. Rocié todo con nafta, incluido el descapotable del tipo,
encendí el fósforo que inició el incendio y escapamos en la oscuridad
tan sigilosamente como habíamos llegado.

Esa noche dormí mejor que nunca, como un ángel caído que trae justicia
a un mundo cruel, un anti-sistema de los sin voz. El mundo se redimía
con mis actos, con los actos de un héroe anónimo del cual nunca nadie sabría nada.

Me levanté y encendí el televisor que informaba de la tragedia.
Los ojos de Sasha hablaban al mirarme:
treinta y nueve abuelos fallecidos en el incendio.
El viaje era el lunes, pero no ese sino el siguiente,
debido a un cambio de planes de último momento.

Entendí en ese instante que el infierno está tapizado de buenas intenciones.
El velatorio movilizó a la ciudad completa, el dolor era terrible
y todos lloraban desconsolados. Todos menos el tipo que sufría en silencio
por el fin del negocio y su descapotable derretido.

Carcomido en mi conciencia, como el personaje de Crimen y Castigo,
me entregué confesando todo. Me declararon insano y paso los días
en este neuro-psiquiátrico escribiendo al aire libre y disfrutando la belleza
de lo simple. Como a mi madre, todos me dieron la espalda salvo mi amigo
Vladimir y Sasha.

Sus ojos cuando se cruzan con los míos vuelven a hablarme
y me dicen tener un plan.





Muerte en la calle


Caminaba por la ciudad, haciendo tiempo para tomar el colectivo
que me llevase al puerto para embarcar luego hacia mi destino marino,
cuando la vi. La señora que cotidianamente vendía en la vereda del banco
sus chucherías, tenía su cabeza hacia abajo, apoyada en su pecho
y sin movimiento alguno que sugiriera, al menos, que dormía.

Me acerqué y le hablé, esperando despertarla con mi voz ronca
pero eso no sucedió. La toqué en su hombro, al principio suavemente y luego
un poco más y más fuerte. Estaba muerta, rodeada por las pocas cosas
que sostenían su vida y que le servían de moneda de cambio para sobrevivir.

Los objetos parecían aún más estáticos que de costumbre: agujas e hilo,
portales de la ciudad, biromes azules y negras, blocks de hojas, lápices,
gomas de borrar, una taza y un plato eran todo.

El resto, lo que estaba por afuera del cuadro, mantenía la dinámica habitual
la gente entraba y salía sin prestar atención ni importarle nada.
Dentro del banco, las transacciones continuaban rítmicamente, como si esto
que ocurría en la puerta, a metros de sus narices, no estuviera sucediendo.

Cuando la policía retira el cuerpo y los objetos, lo que lleva en una bolsa negra
es un ser humano. Desde la vereda de enfrente observo y me pregunto
por qué alguien muere en la calle y de esta forma.

Tres meses después, al volver de mi trabajo, paso por la misma esquina
y todo parece igual y diferente al mismo tiempo. Otra persona,
en el mismo sitio, también vende objetos. Aunque no son los mismos
su parecido los hace equivalentes, apenas sustitutos
de aquella primera versión.

Las personas siguen entrando y saliendo del banco, indiferentes al mundo
y concentradas en el móvil que allí los instaló. Todo, absolutamente todo,
parece estar movido por una sola razón llamada dinero.

Cuando llego a mi casa, enciendo la televisión que explica los fenómenos económicos

la inflación, la estanflación, sus causas y consecuencias, la caída de las bolsas

en los mercados internacionales, los índices de desocupación, las expectativas
a futuro y todas esas cosas que nadie entiende pero determinan sus vidas
o parecen hacerlo.

Salgo al balcón, mientras fumo y pienso en esa mujer muerta en la calle.
El mundo es el mismo de siempre.
La pregunta sigue sin respuesta.









El tío Sergei

                Cualquier persona que tiene una sonrisa perpetua en el rostro 
                oculta una violencia que asusta.
                                                            Greta Garbo

Mi madre y su hermano Sergei llegaron en un barco a Nueva York
a principios del siglo pasado.
Junto a ellos, bajó un matrimonio de apellido Demsky.

Sus ideas la convirtieron en líder de los inmigrantes rusos.
Al ser expulsada por las autoridades de migraciones
debió abandonar el país de la libertad en setenta y dos horas,
partiendo hacia Argentina en otro barco plagado de pobres.

A su hermano, el hambre y el instinto de supervivencia
lo llevaron a Hollywood,
donde filmó con el hijo de aquella pareja:
Issur Danilovich Demsky, más conocido como Kirk Douglas.

Ya en Buenos Aires, continuó pagando con persecuciones
su línea de pensamiento
mientras mi tío se volvía millonario y con el paso del tiempo
se convirtió en el dueño de varias joyerías.

Esta foto juntos, ajada por los años
en una ciudad que no reconozco
muestra un hombre impecablemente arreglado, con un traje oscuro
y un sombrero que habla de su ascenso social.
Mi madre, a su lado, sencillamente vestida
con su cabello sujeto por una peineta y una flor, una rosa 
asomando de su saco
símbolo de los combatientes de su época.

Los hijos del tío Sergei ampliaron los negocios del padre
sumando a las joyas, un estudio de cine,
una casa de alta costura y otra de bienes raíces
que aquí se denominan inmobiliarias.

Yo seguí ganándome la vida en barcos o en los astilleros
viajé por el mundo, aún después de la muerte de mi madre,
arreglando los motores de los transatlánticos
hasta que los aviones terminaron con ellos y con mi trabajo.

Lo curioso sucedió aquella vez que bajé unos días a Nueva York
y tropecé con carteles de campaña con el rostro del tío Sergei,
candidato a senador por ese estado, una foto gigante que repetían al infinito 
las calles, con su eterna sonrisa, abrumadora e insoportable.

Peor aún, cuando vi esa rosa roja en la solapa de su traje.









Un genocida flota en el mar

Subo a cubierta antes de tomar mi turno en la sala de máquinas.
Observo el mar, quieto como si fuese una tela
con la que alguien lo hubiese cubierto, un terciopelo infinito
una broma en el medio de la nada que rodea a la embarcación
haciendo que todo lo que mis ojos alcanzan a ver
parezca un cuadro surrealista demasiado extraño en esta zona.
Pero uno termina acostumbrándose a las cosas extrañas.

Cuando vuelvo sobre mis pasos para bajar a trabajar
un cuerpo pasa flotando al costado del barco
y lo que sucede luego es decididamente irreal.

Una ballena gigante rodeada de toninas me dice:
el cuerpo del genocida que murió hace unos días
ese que salió en los diarios y cuya crueldad era infinita
Luego de que lo enterraran, la tierra lo vomitó
y llegó hasta el océano, así de sencillo.

Le contesto, riéndome: lo lamento por el mar y por los peces.

Su respuesta es lo que me deja aún más sorprendido:
No, el agua lo degradará y bajará en forma de pequeñas partículas
como alimento de los monstruos que habitan en el fondo.
Solo ellos, deformes y malvados como nadie aquí,
serían capaces de nutrirse con los restos de una criatura tan siniestra.

Dicho esto, el mar se encrespa, las olas toman las dimensiones de siempre
y la visión se esfuma al instante.

Por la noche, en el medio de una tormenta interminable
y sin poder hacer andar los motores es este descascarado barco,
pienso en la muerte y cuál será la próxima estación después de ésta.
Sencillamente no imagino ni creo en nada.
Tampoco si hay un lugar adonde ir después del apagón final.

Pero ahora, como la ballena,
creo que los genocidas, los explotadores y los usureros
van al fondo del mar.  























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