sábado, 26 de diciembre de 2020

Melisa Mauriño

 

Melisa Mauriño (Buenos Aires, 1985)

El vientre del lobo (un cuento oscuro), Neuquén, Tanta Ceniza Editora, 2020. 












Mamá no está

me dejó sola al borde

del agua.

 

Giro como un pez-niña

no son parásitos internos, adentro

crece un mundo impenetrable

ambiguo sensual, no importa

qué pueda pasarle al cuerpo que traigo

a partir de ahora.

 

La picazón del sol trepa

la curva del muslo que reluce

entre las horas caídas encima

 

es verano.

 

Me quedo quieta

o me muevo como el agua

para los ojos no vistos

detrás de la nuca o las cortinas

el gruñido animal que sostiene

la escena inicial

en el interior de la casa.

 

Hay una trampa para ratones

en la punta del helado de agua

frutillas en el fondo de la pileta

tan azul, la piel de perla

la suavidad de mi crin al sol.

 

Bajo en vertical a buscar mis tesoros

las monedas vencidas, aguanto sin aire

las plantas de los pies se arrugan

la costura del sexo enrojece

la frutilla en los labios se abre.

 

¿Hombre o mujer?

Ninguno.

Sirena, mirada, agujero

niña desalmada.

 

Cuando estoy por caer

en la boca del lobo otra vez

vuelvo a escuchar la voz de mamá

su risa detrás de la puerta

y la luz hiriente de las monedas

arrojadas sobre la mesa

me ciega, me regresa al vientre.

 

Yo me repliego en mi carne

embrionaria, carente de historia

y escribo un cuento de los que se atreven

a contar sin pelos en la lengua

lo que no se puede decir

lo que está prohibido.











Solo partimos cuando está perdido

nunca antes

aún sin saberlo

el cuerpo percibe

aunque no estemos preparados todavía

para confrontar o apropiarnos

de algún tipo de fe.

 

Salí a buscar una respuesta

a la muerte,

ella es la única

pregunta válida, un bumerán.

 

La abuela está muy enferma

(la abuela ya está muerta)

pero una vez iniciado el viaje

no hay modo de saberlo

o detenerse:

 

camino con la herida

la otra, invisible

excepto en la pisada, la huella

está torcida.

 

Encontré a Lucy enterrada

junto al manzano,

su tumba debajo de las flores

el eslabón perdido entre el animal

y la mujer:

 

soy el animal

que aprende a caminar

en dos patas, como si no estuviera siempre

a punto de caer, trastabillando

evito la mueca de dolor

la muesca en mi carne, porque todo

lo que realmente duele

acontece en el cuerpo.











Alguien me sigue

cuando atravieso cualquier noche

alguien viene detrás

de mí.

 

Me pongo nerviosa y afilo mis sentidos

giro la cabeza como un búho

360 grados entre el cielo

y el infierno, tengo miedo:

nunca me gustaron las sorpresas.

 

El bosque está calmo pero alguien

me sigue, pisa mis talones

con sedosa constancia, me apuro

pero mi sombra se proyecta

sobre las flores

que anochecen también detrás de mí.

 

Mi sombra

es la sombra de un lobo.

 

Si corro me corre, si camino lento

crece agigantándose y me opaca,

me pide silencio, me amordaza

con su boca en la mía.

 

Desearía desconocer esa extrañeza

que me divide entre la luz

y el insomnio, la textura amable

de la almohada entre los muslos

el milagro ominoso de no reconocerse

y no saber a ciencia cierta

quién se es.

 

Alguien me sigue a donde vaya

por mucho que me aleje

viene detrás de mí como una capa

que se alarga en el viento,

no me suelta, no me teme.

Alguien me sigue:

 

mi sombra

es la sombra de un lobo.


































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