miércoles, 4 de marzo de 2015

Valeria De Vito




Valeria De Vito (Buenos Aires), Colección de fantasmas, El ojo del mármol, Buenos Aires, 2014.























Tomás

Tomás no acomodó los platos y olvidó su taza de Batman
en el suelo del comedor.
Se esconde bajo la cama,
sabe lo que le espera.
Siente hambre y se levanta a oscuras.

Que mamá no venga a dormir
le da miedo.
En el placard, la única frazada
está llena de agujeros pero
Tomás sabe que igual abriga.
Mamá preparó la leche y se la dejó en la heladera
para que mañana él se la caliente antes de ir a la escuela.
Oye los grillos en el silencio de la noche,
la campana del tren
y la sirena de las patrullas.
Oye los pasos de quien llega y cierra la puerta con furia.
No puede más, estornuda.
Alguien le enseñó una vez a callar a la fuerza,
pero hay cosas que no se aguantan,
que no se pueden callar.
Otro estornudo se le ahoga en la garganta
tanto como las ganas de llorar.
Mamá siempre le dice:
“Tomás no llores, no seas maricón”.
Y Tomás se escapa.
Llega corriendo hasta la vía y espera que pase el tren,
cuando está llegando a la estación
sube al vagón del maquinista y ahí pasa la noche o el día.
Los guardias lo conocen,
le ofrecen facturas o mate cocido.

Cuando sea grande va ser cafetero,
sabe que falta mucho para crecer
como para que se haga de día.
Saca la cabeza por la ventana
y el humo del motor
se le viene encima.
Estornuda, pero esta vez
a los cuatro vientos.

Una astilla puede ser un milagro.

Cuando se termina la jornada
José, el maquinista, lo acompaña de vuelta a su casa.
Tomás se pregunta
dónde se esconden los mayores del dolor,
cómo es que el cielo puede brillar tanto
cuando a un niño le pasan cosas tristes.






Estoy imaginando otro lugar

Es extraño tener tantos lugares donde ir
y girar siempre en el mismo.
Hay voces en el agua
abajo, me cuesta respirar.

Los relojes despiertan
tienen vida.
Busco tiempo
pero hay sombra.

La sombra desaparece
empuja
al salir,
parte y pierde brillo.

La sombra olvida a quién pertenece.







martes, 3 de marzo de 2015

Martín Vázquez Grillé





Martín Vázquez Grillé (CABA), Pequeños botes cruzando lo negro del río, Viajero insomne, Buenos Aires, 2014.















ANDAMOS UN POCO PERDIDOS LOS DOS
buscando algo a los lados del terraplén, tal vez
un pañuelo caído que sirva como señal
un indicio de que todavía, realmente, estamos ahí
y ninguno de los dos se ha desintegrado en la tierra cenicienta
como las cartas que no llegan a escribirse
o los recuerdos que al principio intentamos
atesorar y que al final se desvanecen
perdiendo sustancia, flotando en la nada de los días:
tiempo blanco, sin fin
como la nieve atravesando el techo de los bosques
o una luna enorme, llena de agua, que anuncia la tormenta.








HAY UN ECO QUE VUELVE DESDE EL AGUA Y REBOTA EN LAS PAREDES
como gorrión caído luchando por salir de la maceta
una centrífuga de frases dichas al pasar
que no siempre alcanzan la conversación
como si estuvieran ahí para armar por años
un rompecabezas y cada día una pieza nueva
llegara con el viento y la voz cambiada
casi un susurro, para perderse al fin
esfumarse, entre la niebla bajando
sobre pequeños botes que cruzan lo negro del río.




























lunes, 2 de marzo de 2015

Sergio Sammartino




Sergio Sammartino (Bahía Blanca), El templo vacío, Vox, Bahía Blanca, 2014.























Porque hay días fáciles y difíciles
cuando el viento sopla o no
contra estas velas
porque podemos olvidar el pasado
recordar las cosas buenas
porque albergamos canciones y poemas
que no nos enseñamos
porque nos sabemos vivos y tontos
cobardes y valientes
frágiles y fuertes
porque podemos bailar sobre las ruinas
porque somos capaces de construir
donde no hay nada más que hojas caídas
porque a ninguno le importan los tiempos que vendrán
sólo el bien sólo el amor
porque en épocas calculadoras
podemos vaciar la mente para que se llene el corazón
porque podemos lanzar una flecha sin que haya blanco
porque podemos volar con elegancia
porque podemos tener una historia un secreto una nada
apoyada en nada
porque podemos confiar
y mucho mucho más nos acompañamos  









Hay besos de amor que son pocos
besos de pasión que son muchos
el beso de Judas que fue uno
están los besos mojados
el beso a los que llegan
el beso a los que se van
el último, que no sabemos
que es el último
está el beso a los que nacen
los besos prohibidos
el primero, temblando
el beso a los que van a morir
el que le daría al suicida.
Hay besos equivocados
besos que nunca recibiremos
besos que dan asco
besos soñados
besos imaginarios
que tienen colores
besos que esconden
besos fríos
los que muerden la boca, el pecho,
besos en la mano
llenos de miedo
en el cuello, en la frente,
los besos de Helena y Paris
antes de la guerra
el beso del que llora
el beso de sol
el de mar
el de la seda
el beso de una mariposa
el que cierra la herida
y el que la abre
hay tantos, tantos
pero hoy recuerdo
el que nunca di 










Por las noches
pienso fuerte fuerte
para que mi mensaje
llegue hasta tu orilla
y encuentres el caracol
y escuches dentro










Cuando mueren mis muertos
bailo con ellos
por última vez
les pido perdón
les digo que los amo
guardo lo que han dejado
sus ropas el cepillo
los tatuajes en mi alma


















domingo, 1 de marzo de 2015

Carlos Aldazábal




Carlos Aldazábal (Salta/Buenos Aires), Las visitas de siempre, El Suri Porfiado, Buenos Aires, 2014.


 Colaboración de Silvia Castro.











Debo estudiar francés 


Olga Orozco preparó un arrollado
   bañado en chocolate
y vino Miroslav, que es cocinero,
        a la hora del té. 


También estaba yo, poeta inédito
  incapaz del francés y el galicismo. 


El rito comenzó con la vajilla.
“Leeré en el futuro las llaves del abismo
para saber qué puertas nos tocarán en suerte.
Qué casas cruzaremos, qué portal venturoso,
qué llanto inagotable hablará en las gargantas”. 


No recuerdo el pronóstico.
Pero sí su paciencia,
la mágica infusión de su voz poderosa.
Y el “estudie francés” imperativo
                que siempre descarté. 


El domingo pasado tuvimos otro encuentro.
Pero estaba en La Pampa:
un museo de infancia que ahora es Olga. 


Ahí viven sus libros (incluyéndome a mí),
y sus plantas, sus piedras.
Y además Berenice maúlla en tono bajo
               profiriendo ladridos. 


Ella se preocupó por explicarme
                       (esta vez sin rodeos)
cómo la muerte juega en los jardines
y los portones crujen
cuando suenan pavanas y milongas. 


Y el llanto comenzó como gotera,
y no quiso parar hasta vaciarme
el poco mineral que hay en mis huesos. 

Olga me consoló con galletitas y un pocillo de mate. 


El llanto no cesó. 


Aunque leo francés no puedo hablarlo
   y no puedo nombrar


                      con esta boca 


                      en este mundo 


      desde esta pena. 













La higuera

Cuando el argumento lo exigía
yo era el que despertaba a los fantasmas
y llamaba a los ovnis
para viajar en el torrente sanguíneo
de lo absurdo.

Las runas se trazaban
sobre las axilas,
las esquinas de los barrios
que escondían duendes ostrogodos,
y así la invocación surtía efecto.

La higuera era el buque pirata
que conducía a la selva del fondo,
la máquina del tiempo que me acercaba
al dinosaurio perro
que me mordió una tarde
y terminó ahorcado por el vecino,
el malo de la jungla
al que yo bombardeaba
con piedras de Hiroshima
para reírme de la radioactividad
que se elevaba
sobre el tejado de sus cejas.

Cierto día el buque se hundió:
mamá decidió parquizar el fondo
y eliminar las malezas
que afeaban las fuentes de las ninfas,
seres de yeso
que se comieron la tierra de las parras
y confabularon con el vecino
para terminar con mi reinado
sobre la higuera.