Algo de la poesía publicada recientemente en la Argentina.
viernes, 28 de agosto de 2015
Romina Funes
Romina Funes (CABA), Todo el paisaje a la sombra, Lamás Médula, Buenos Aires, 2015.
Las chapas de la habitación
elevan mi cuerpo
a puro tajo contra las paredes
lo hacen llegar hasta arriba
y desde allí lo sueltan
el juego se repite una y otra vez
pero lo grave no es eso
lo grave es que no muero.
La parte visible
opaco ya el circuito
áspero
esa carne de sangre
viva seca
esa carne sangre
brecha de mí
soy uno de esos animales
que despellejan vivos
para utilizar su piel
vos lucís el abrigo.
Una hoja de menta
silba el nombre que nos contiene
dentro del cubo negro
la hoja sorda todavía de piel crece
somos la mitad de la visión te digo
mientras palidecen y mueren
alrededor de la maceta
aquellos que no pudieron con nosotros
muerdo tus labios y muerdo la hoja:
debajo brilla excesiva e inmune la raíz.
En la tarde de las pequeñas gotas
aprieto el racimo
¿dónde comenzó?
¿cuándo fue?
¿cómo era?
aquí sobre mi espalda
en el punto exacto
en que la flor te arrolla con su autonomía
y nos maravilla la precariedad en el gesto
la imagen completa en un punto
mis piernas que abren de par en par sus tejidos
y embisten a los pescadores para elogiar la noche.
jueves, 27 de agosto de 2015
Diego Bentivegna
Diego Bentivegna (CABA), La pura luz, Cabiria, Buenos Aires, 2015.
De "La loca croata"
[...]
(Al salir de Istria).
Como de las ventanas de los trenes que salían de Zágreb
en las madrugadas eslavas, que salían de Búdapest
en las noches melancólicas magiares,
como en las formaciones que partían
en las mañanas heladas de la estación de Trieste
de las cuevas de hierro de Údine o Milán,
ahora yo ya no veo
nada de ciudad desde los rieles:
solo unas tapias marrones, unos ranchos
que se fugan por el borde de la vía;
muros sin revocar,
obras en construcción, ladrillos,
montículos de arena, sacos
de cal, cemento;
óxido, carteles, autos
volcados por los que asoma el pasto
que crece entre los hierros;
una retama que se dobla con el viento,
un tallo que persiste en un paisaje
de Marte, en un desierto.
Porque están todos muertos
yo me visto de negro.
O tal vez sean ellos, mis difuntos,
los que dejan por las noches
en mis cestos
su ropa oscura.
Yo no tengo otra cosa que ponerme
que no sea mis polleras oscuras,
mi ropa negra.
Tengo además un pañuelo gris:
con él me cubro el pelo,
lo llevo incluso en verano,
y estoy en una aldea de Sicilia,
y estoy en los caseríos
de los Apeninos o los Prealpes
donde vivieron los hermanos,
y estoy en un pueblo polaco de judíos:
atravieso esos lugares marrones
sobre mi carromato.
Desde el vagón veo cómo pasan
las cosas por el borde;
acaso no sean ellas, o sean sus imágenes.
No las puedo tocar, apenas puedo
verlas: el pasto amarillento,
las familias de perros,
la pelota que patean las criaturas,
el agua abandonada, el árbol
doblado, que no sé distinguir
con un nombre
-(¿un limonero?
¿un árbol de naranjas?
¿una planta de limas?)
un tronco
vencido por el peso
de su fruta o la lluvia-
un ómnibus quemado,
una iglesia evangélica, las primeras
vacas de la llanura
–silenciosas y quietas, vacas sabias–,
un carro con su carga tirado por caballos
entre las zanjas muertas.
Me cubro toda de negro.
Yo no tengo otra ropa,
no tengo otro vestido.
Sólo esa ropa negra: se confunde
muy fácil con los trapos
que recojo a la tarde, en los campos baldíos,
entre las cosas que la gente tira a la basura,
lo que se junta
sin la menor piedad
en las esquinas.
Una sustancia simple, la materia
desnuda, los restos,
las cosas, los objetos.
Me voy armando así,
con estos puros trastos
Unos cuantos minutos
de tren y se abre el campo:
un llano luminoso que en verano
es un pueblo movedizo de luciérnagas,
un plano en el que juegan los conscriptos
batallas falsas, guerras de juguete.
Campo de Mayo. Chingolo. La Tablada.
Voy en el tren y escucho
de repente el ruido de la guerra, las balas,
los cañones,
el canto de los pájaros como en Europa
en la llanura fúnebre,
los helicópteros con su vuelo de pájaro rasante,
los chicos que descasan en la tierra.
Me visto toda de negro,
soy la loca croata;
me muevo como un zombi por el barrio.
Puedo rezar por horas,
desgranar el rosario en croata,
en griego, en italiano.
Rezo ante un Cristo
tallado con cuchillos en madera:
mi Cristo roto cubierto con un trapo.
[...]
miércoles, 26 de agosto de 2015
María Lanese
María Lanese (Italia/Rosario, Santa Fe), Ancora, edición bilingüe, Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2014.
Colaboración de Jorge Santkovsky.
Mundana
I
Vive de señas
habla en tonos de agua
decora su mirada
sembrando agujas.
Habita algunos propósitos.
Cruje a veces
cediendo lugar
dejándose acunar por el mundo.
II
Redime sus intentos
con parábolas sin voz.
El pasado alude entonces
a algún vértice impreciso.
Se desvive.
Suele dejarse llevar
por un mundo en espera
habilitando ensayos
entre una sed y otra sed.
Mondana
I
Vive di segni
parla nelle tonalità dell’acqua
abbellisce il suo sguardo
seminando aghi.
Abita su alcuni scopi.
Scricchiola a volte
cedendo spazio
lasciandosi cullare dal mondo.
II
Redime tutti i tentativi
con parabole mute.
Il passato rimanda, allora
verso qualche vertice impreciso.
Si prodiga.
Si lascia portare, a volte
da un mondo in attesa
abilitando saggi
tra una sete e l’altra.
martes, 25 de agosto de 2015
León Romero
Dormir,
que el cuerpo olvide
salir hasta la orilla
donde todavía hay niebla
irse lejos
ser anónimo
ignorarlo casi todo
para olvidar esa tristeza
que vive en las cosas grandes.
Los ruidos de la noche se extienden y se pierden
como el golpe de un palo sobre el cuero de un tambor;
afuera peligra el mundo sin nadie que lo use.
La ciudad ha roto su collar de transeúntes
y parece frágil, como un nido en el hombro de una estatua.
Cuando las ventanas encaucen el alba,
este fantasma colectivo recobrará su maquinal rutina
de signos y valores. Yo, que ahora estoy despierto,
¿quién soy mientras veo cómo se forma la ciudad?
R.I.P.
Ni el ruiseñor de Keats
ni el último lobo de Inglaterra
decoran estos arrabales.
Aquí, una flota de moscas kamikazes
y una jauría de perros que aúllan en la calle
se mezclan con el ruido
que hace tu pequeño ratón blanco
rascando en la viruta.
Lo miro mientras fumo y tomo whisky
con la ventana abierta,
pensando en qué hemos hecho mal.
Vos dormís, en una cama improvisada;
has engordado, al igual que mi amor,
que los tatuajes de tu piel,
que esa vieja remera que usás
cuando querés que las cosas se arreglen. Pero este silencio
es necesario para que sigamos unidos,
para que entendamos que el futuro
siempre llega cuando muere alguien.
Si los animales hubieran anticipado la tormenta
habríamos podido salvar lo puesto
para que la desnudez de pronto no fuera una cosa tan fría.
Si hubiéramos sembrado en el camino señales
no estaríamos perdidos en una noche tan larga,
donde no nos reconocemos a menos que gritemos de cerca.
Tarde o temprano, el último de nosotros
habrá de recordar que estás cosas ocurrieron.
Pensará, “así tenía que ser”,
porque hay un destino o porque las dijo un dios.
Qué importa sufrir ahora, me digo
si será mi cuerpo polvo o un árbol en flor.
lunes, 24 de agosto de 2015
Sebastián Hernaiz
Sebastián Hernaiz (CABA), El prejuicio del sexo, Vox, Bahía Blanca, 2014.
Asado
Parece domingo
en la mesa de asado a las cinco de la tarde, se hace atardecer
este mediodía extendiéndose.
Voces conversan,
atardece, domingo
en mesa de vinos, parece continúa
en carne fría, mayonesas. La charla
se agudiza en lo que hoy de los setenta
todavía, y en lo que hoy de hoy no aún pero la carne está
feteada en tabla de madera
y todavía hay coca y ron y whisky
para acompañar la picada.
Repelente
No hay mosquitos en el Tigre. El río
está bajo, hace días que no llueve.
Nos sorprende
en nuestras pieles lechosas
el sol seco de media tarde. De nada
nos protege el repelente, la piel
pica de mera incomodidad con el mundo.
Somos adictos a un par de alicientes. Las mujeres,
la mujer, noches ebrias, dos canciones.
No hay repelentes que resistan
al precipitado pasar del día a día. Va a llover pronto,
el río va a crecer. Vamos a quedar por siempre
en esta piel, en esta isla que late.
Separación
Y ahora qué hago con las cosas
como la forma en que guardabas las galletitas
para que no se me humedecieran, con la forma
en que cuidabas que hubiera siempre
agua en la heladera. De sed se agrieta el mundo:
el agua tibia de la canilla deshidrata, me seco
ahora, con las botellas tiradas en cualquier lado,
las galletitas humedeciéndose porque no sé,
no sé. Me evaporo.
Una chica tiene que ser muy linda
para saber guardar con gracia galletitas.
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