miércoles, 9 de septiembre de 2020

Mariel Monente

 


Mariel Monente (Buenos Aires, 1961 / vive en San Isidro)


Hay ojos en el agua, ilustraciones de Abril Mandri, Buenos Aires, El Mono Armado, 2020.










De "El humedal que tiembla"



En el horizonte
                                        un temblor,
rotos los peñascos
la nube se acopla
a una cripta de verdes helechos, de hiedras claras.

Las crines se enraízan en los dedos
en los nudillos
brilla el pelaje blanco.

La belleza es el nombre de la desnudez,
y el olvido de la nocturnidad perdida.

Entre ramas bajas y lanzas oscuras
más luminosa que el sosiego, está
a cada paso más escurridiza.
En su boca
el subyugado fruto
es carozo de la risa.








Sin ella
duele el costado
y echa raíces el pulmón y la vertiente,
crece un manto de verdes en la roca sumisa.

Hay cristales en el seno del cieno
hay una calma ensordecedora,
hay presagios.







Ante sus ojos crece el cúmulo,
acurrucada y sin resguardo
frágil espera.









Patos en el espejo del cielo
y garzas
removiendo el agua dulce con sus graznidos.

Un enjambre se acerca
las colmenas crujen,
en sus oídos.









(Tempestad)

El caballo de la tempestad
en un despliegue de patas blancas
azota los cardales.
Grises los cúmulos rotos.

Trota granizo y hielo.



Un temblor en la tierra
seduce y llama a las flores lila de su pecho.
Quiebra el silencio un sonido a salvas.



Retumba la luna.









Da al caballo blanco del ritmo
sus relinchos
cúspides, planos, horizontes de galope
vértigo de ansias.

En la cima
buscando la caída retoza un rayo.

Esa ausencia de luz.









No queda más belleza en los cardales.
Ni el viento pudo
ni la tempestad pudo
robar el asombro por sus patas quebradas de espino.









Los espinos
quieren            buscan            nombran
caen.









(Fuego)

Las ramas abundan
son
piras elevadas,
varas encendidas.

La compañera del fuego en el dominio del bosque
adolece de luna.

El agua roja la enciende.





Arden bocas, maderas blandas, chispas como estrellas.









Croan, aúllan,
huyen indefensos
ante su ardor fascinante. 

Todo lo consume la ardiente devoción.

Sopla un arrebatado norte. Cada vez más rojo
el fuego de la corteza pereciente
y la muerte es
un anhelo irrefrenable.



El agua, un lecho donde mecer la llama.









Soles como cuentas, aire blanco,
en su regazo
la inclemencia
devorándolo todo, para renacer.









El viento se pierde entre las cortaderas
calcina al diente de león.

Vuelve el porqué y la intermitencia.

Es lluvia
onda
marea
fisura.









¿Es acaso su llanto
un bálsamo imposible?





La marea deja las espinas al sol,
la tierra expulsa tubérculos blancos.

El diente de león es un enjambre.

                            La ceniza lo que queda.









(Sausal)

El monstruo del río
prisionero de los sauces
es enemigo del surco
de la arena
del quebradizo despojo que queda
después de todo.

Ella se oculta,
y su paciencia es un viento helado peinando las hojas
tenue gris
 a la espera.



    




















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