sábado, 19 de abril de 2014

Valeria Cervero / Vivi Chaves






Valeria Cervero / Vivi Chaves (Buenos Aires), escondidas, Ediciones del Eclipse, 2013.






































Jorge Dipré



Jorge Dipré (Córdoba), Cicatriz, Ediciones Recovecos, 2013.

















Seis balas

Vendí los zapatos
los juguetes de mis hijos
una caja con libros que compramos
con el dinero que nos regalaron cuando nos casamos
algunas otras chucherías.
Con lo recaudado compré un revolver usado.
Elegí uno con el que habían matado primero a una adúltera
y luego a un policía que intentó robar una panadería.
Pasión y delito, rumié. Saqué la bolsa con billetes y monedas
y me llevé el fierro guardado cerca del corazón.
Tenía muy claro para qué lo quería
pero desperté de golpe.
La persiana había quedado entreabierta
un rayo de luz cruzaba la habitación
y me daba de lleno en la cara.
A mi lado aún dormía ella
desde la calle llegaban los ruidos de un día a medio hacer.
Recordé el revolver
y me pregunté para qué lo querría.
No me gusta cazar, no he matado ni a un pájaro en toda mi vida
mis odios no son tenaces
sin embargo, la vigilia súbita, plegada aún al sueño
me llegaba con una calidez, una sensación de completitud
que me sobrecogió.
En la mesa de luz se apilaban los libros
que entregaban sus historias de a tramos.
Repasé cada carátula sentado en la cama
antes de levantarme y meterme en el baño.
El espejo devolvió el rostro de un hombre de
casi cincuenta años, desnudo, con barba desprolija
demasiados pelos en el cuerpo
ojos aún hinchados, algo excedido de peso
con ilusiones masticadas como chicle
y aliento a perro.
Trago amargo a esta hora del domingo
cuando el cepillo de dientes te reclama el abandono
y la cabeza no logra decirle al cuerpo que otro día
que otro día
mientras, en la mesa de luz,
en el cajoncito, junto a las medias y un viejo reloj
duermen seis balas
para ningún revolver.













Francisco Garamona



Francisco Garamona (Buenos Aires), Nuestra difícil juventud, ilustrado por Vicente Grondona, Iván Rosado, 2013.


















ME
parecía
como 
si el agua
volviese
a girar
en el sentido
que no pudimos
encontrarle.
Restos
de un 
naufragio
en las vértebras,
cristales
que encierran
un secreto.
Es la palma
de la mano
al darla
vuelta,
sobre
un rayo
del sol
la que
oscurece
el ganado
(cuatro o cinco
ovejas roñosas,
dos caballos,
todos pronto
a ser comida
del malón).
Quien
encuentre
salobre
esfuerzo,
en el sacudón
del océano
guarde
un registro.
Quién persista
en la tabla
de marear,
Pedro o Martín
nombres de ahogados,
para fijar
sus piedras?







viernes, 4 de abril de 2014

Analía Giordanino




Analía Giordanino (Santa Fe), en Yo soñaba con comprarme una combi. Selección de poesía santafesina contemporánea, prólogo de Fernando Callero, Erizo, 2013.













Puntada con hilo

Cuando enhebrás una aguja
a veces el hilo que se enhebra
se afina por zonas diminutas.
Hay que mojarlo con la lengua
para que entre en el ojo de la aguja.
A veces no entra.


El ojo puede ser grande
y entonces parece
que es fácil enhebrar.


Es fácil. Pero después
la punta te abre
un redondel grande en la tela
en la trama.
Y el nudo que amarra costura
al final del hilo se pierde.
Pasa como agua.


Las agujas que sirven
son las de ojo chico:
para costuras a mano
para ruedos finos
para puntada escondida.


Una costura a mano se resuelve así:
levantás un hilo de la trama visible
das la lazada arriba
(esa tela no se verá,
no importa si picás grande)

terminás el punto abajo
(queda un ángulo agudo)
en otro hilo de la trama visible.


Es como los dos caminos: el ancho y el difícil.
¿Te acordás de las figuritas difíciles?
Pocas había. Muchos sobres había que comprar.
Si el hilo es nuevo y no hay irregular en el enrolle
tampoco quita que sirva una aguja de ojo grande.
Pasa lo mismo: la puntada corre y no queda.


Yo no quiero decir nada con esto.


El amor es un trabajo como cualquier otro.










Doomsday

Lijar un mueble es cosa de paciencia.
Tengo estos materiales,
hace días que los usan mis manos:
lija de 90, espátula, removedor,
aguarrás, tinner.
A medida que salen las superficies
reconozco colores superpuestos:
blanco baldío, negro cerrado, gris elefante.
El gris suena a hueco de hospital.
El negro me habla de un hombre viejo.
El blanco baldío es baldío,
dejó su yuyo
en los ligamentos
de la madera.
En algunas partes queda
la madera pura:
un color zapallo
que dan ganas de lamer
o sembrar.
No sé qué madera sea

pero imagino un árbol dorado,
de membrillo.
Este objeto de la casa me habla
desde que empecé la lijada.
No sé bien qué me dice.
Yo recibo su polvillo planeador
y hago dibujos con él
sobre una baldosa.
En las manos me quedan grietas
secas como piel de laucha,
cuadradas, yemas duras,
músculos trapecios tirantes.


Cuando termino el trabajo del día
me pongo crema de caléndula
y llamo por teléfono a mi amor.
Le cuento cosas inútiles:
que la lijada me dejó doliendo la espalda
que la crema es blanca, huele lindo y calma
que la paciencia sobre los muebles
es una canción con muertos y con árboles
que estoy cansada pero contenta
que todo puede ser posible
mientras el sol brille y él venga.
Si éste fuera el último día del universo
me gustaría irme así.






Carolina Massola




Carolina Massola (Buenos Aires), La mansedumbre del pez, Zindo & Gafuri, 2013.













 
Inventar lo invisible a la boca
como el tallo que no vive la próxima primavera,
el destello enceguece pupilas en ruinas.


Cuando suden magnolias las ramas de ayer
y relamas el polen,

escarabajo antiguo,
brillante sobre lo blanco que te es ajeno,
el salto a tierra fi rme espera,
no olvides reproducir la flor.















Elijo los árboles callados
los árboles entrando al cielo con sus brazos en alto


cuando todo pase
quisiera saber que ellos seguirán erguidos.


Creer que no todo fue profanado






















Alfredo Luna



Alfredo Luna (Catamarca/Buenos Aires), Vigilia hereje, Último Reino, 2013.


















una brisa se esconde debajo del agua


sueño que me arrepiento
que le pido perdón
a la mínima hermosura
donde los árboles cantan.

imagino que reclamas desde allá
por la brisa que propaga esta pena;
sospecho que nunca podré cavar el agua
hasta encontrarte en el cuerpo de la noche.


¿por qué tengo que esperar la hora?

de pronto esta mañana es un fecundo negror que ruge











tu palabra remeda un fulgor


ahora besar y decir son gestos tardíos,
aunque la dicha se abra en mí
como algo más eterno que el viento,
aunque caiga de tu nombre
ese cardumen de panes.