martes, 1 de agosto de 2017

Pablo Seguí




Pablo Seguí (Córdoba), Otro verano y éste, Barnacle, Buenos Aires, 2017.






















Serenidad

Quizá con una cámara
pudiera capturar esto que veo,
aquietado, serena-
mente dichoso en la penumbra inmóvil.
Una reja y la calle,
el auto, mandarinas ya maduras
en la noche y que penden,
y este cuerpo que miro sin asombro.
Casi como observando
un cuerpo en sombras que la pausa acerca.












Navegación solar

A pesar de que nadie funge ya de censor
y de que las palabras, alguna vez heridas
por el morbo, regresan liviana, mansamente
a su seno; a pesar de que en la noche absorta
pueda hablar sin temer que cruja el corazón;
o tal vez justamente porque ahora dispongo
de dulce libertad y un horizonte abierto,
es que callo y evito, vanidad que me hundía,
aquel ritmo salaz que medía desmanes.
Fiebres en que abjuré, desordenado, injusto,
del sentido, de lo posible, rechazada
por años, sucesión de pasos en la ruta
del que ve que las cosas, más allá del probable
desatino, son sólo múltiples ocurrencias
del tiempo, y que las olas de ese río invencible
acomodan y pulen el lecho, las arenas,
y que es idiota, inútil querer otros destinos
para la roca, para la desembocadura.
Que en adelante sea lo mejor navegar
en busca de más sanas provisiones, y hacer
del día y de la luz un emblema que nutra
versos que deberían mirar con más frecuencia
ese grácil cardumen, esa playa, estos remos.












La promesa

¡El vacío sin fin! Que te olvidaba
dijiste, constatando,
y –sorprendido, estupefacto, incrédulo–
me di de nuevo cuenta
de que me estaba hundiendo en la pasión
más dulce y reprobable.
Libros/vagones, lívido lector
unido a su cadena
de frases y de frisos, ciega ruta
de extático que olvida
el hambre, el sueño, la persona más
amada: las palabras
anulaban el mundo nuevamente,
nuevamente la búsqueda
más infinita, más desapegada
de todo amor, chiquita
(porque aún creo, iluso, que al pasar
la hoja –¡y no se acaban,
los libros no se acaban!– hallaré
la Clave: negra Biblia,
inagotable, eterna), me condujo,
desorbitado, a la
nada continua, nada inapetente
del Sentido falaz.












Otro verano y éste

Increíble. Si pienso en esa noche
de lluvia en que entreví
la verdad de los cuerpos al mirar
aquella lluvia que,
potente, se volcaba sobre las
carnosas hojas tras
el vidrio, tras la reja repujada,
al cabo de los años
y de una suerte inteligente y ciega
que atrás dejó los nombres
de aquellos seres negros que querían
que negara sin más
la brisa, me doy cuenta de que nada
de lo que ahora tengo
me faltó nunca. Cuánto se engañó
mi corazón con fuentes
retorcidas, perversas; cuánto encuentro
de lo de siempre en vos,
amor, en tu palabra y en tu risa,
e incluso en los desplantes 
intempestivos y aguerridos, altos
de tanto orgullo tuyo,
respiración que canta. Reconozco
caricias y destellos
reveladores de la más ociosa
infancia que, latente
aún en nuestros rostros crecidos,
aflora como un fuego,
como sonrientes llamas que se besan,
o más bien como imanes
que, separados, se buscaban desde
la lejanía. O como
lo que jamás podremos olvidar:
el amor a la vida,
nacido de una noche de verano,
de la lluvia, lo verde,
y ahora constatar que curioseabas,
de algún modo, detrás
de esos cristales, duende, aquellos ojos
que luego te supieron.