martes, 28 de julio de 2015

Manuel Martínez Novillo (h)





Manuel Martínez Novillo (Tucumán), Cómo llegar adonde estás, Culiquitaca Ediciones, San Miguel de Tucumán, 2015.


Agradezco la lectura de este libro a Fabián Soberón.














Iguales

Alguien al costado del camino 
podría estar viéndome pasar; 
acaso ese niño que pisa desnudo 
la palangana, y él también podría 
olvidarse inmediatamente de mí. 
Tal como yo, que lo borraré como borraré 
los postes de luz, las señales 
-¿quién sabe?-, 
incluso la ciudad entera, más tarde. 
Seríamos iguales en ese instante: tan ajenos, 
tan lejanos, no más vivos 
que la ruta, las montañas o las casas. 











La patria es un lugar extraño

Elsa llegó mientras yo acomodaba 
el almacén del tío Ray. 
Negro, me dijo, ¿sabías 
que las estrellas brillan mejor aquí 
que bajo el cielo de los blancos? 
Sostuvo mi cierre, primero, 
y luego me hizo ver el destello. 
 “Nada de lo que pensés será cierto: no somos 
los dos últimos habitantes del mundo. 
Para mañana, lo olvidarás, 
como el día se olvida en la noche. 
Como debe ser”. Cuando al fin 
conocí a mi esposa, 
yo ya no recordaba a Elsa. 
Ella murió en un callejón, 
dijeron, como debía ser. 
La patria es un lugar extraño 
para el que añora una tierra verdadera, 
una tierra que habite en él.
Los otros no tenemos más remedio 
que amarla; la amamos como amamos
a la madre, a la virgen, al maíz y al agua. 
Entre los negros no habrá héroes, 
porque a ellos la guerra, la patria y la muerte 
les llegan como el día 
llega en la noche, como debe ser.












El desierto

Se vive allí el día entero entre hombres. 
Se ve todo lo que hacen, 
se oye todo lo que dicen. 
Sabíamos que la historia del tigre 
no podía ser cierta, pero la contábamos 
de todos modos. “El general divisa el único árbol 
que interrumpe el desierto. Corre 
y se trepa en él. Tan débil es el tronco 
que se dobla hasta tocar el suelo. 
El general logra equilibrar su peso 
casi en el aire, y pasa en esa esforzada 
situación la noche entera. El tigre, que había estado 
acechándolo, se aburre de esperar y se va”. 
Un sargento desmentía ese desenlace; decía 
que al día siguiente él mismo con sus hombres 
habían encontrado al general en el árbol y que el tigre 
escapó recién entonces, cuando quisieron atacarlo. 
Esa misma tarde llegamos a un prado de hierbas 
y los caballos pudieron refrescarse a placer. 
Algunos prefirieron velar esa noche 
al costado del pequeño lago. Yo me despertaba
a cada rato para verlos cabecear de sueño 
y eso me tranquilizaba: no podía aceptar ni aun dormido 
ese placer tan sutil que intentaban darse.