miércoles, 21 de abril de 2021

Diego Brando

 

Diego Brando (Leones, 1987)

El reino de los peces, Buenos Aires, Barnacle, 2021.




















1

 

Ruido de ángeles cayendo en el patio

y de insectos tragados por las arañas.

Los frutos crecen y absorben la noche

y destilan el azul más bravo del universo.

He oído demasiado caerse

el mundo sobre la casa,

y cargar con sus cimientos sería

darle de comer a los chacales.

Se precipita la lluvia y las gotas golpean

sobre el cobertizo, como un oro pálido.

Huyo entre la bruma y pienso en no regresar;

detrás cuelgan las ropas de los muertos.

Qué loca idea fue nacer, madre,

en noche de tormenta y lloviznas.

Algo se quebró desde el principio.









4

  

Exigirle al viento que detenga

su furia

contra todo lo creado,

que nos dé tiempo

de resguardar las flores

bajo el calor de las galerías;

y que pase a llamarse aire,

cólera irregular de los dioses;

para salir luego a recibir el sol

como regalo único del universo;

y así alimentar nuestro cuerpo,

sentirnos parte

de lo que crece y se expande.









10

  

Todas esas campanas que suenan

en la madrugada, como flores abriéndose

dentro de la selva, saben de alucinaciones.

Unos perros afuera, la maquinaria de un sistema

eléctrico de trenes, la humareda del basural,

nos llegan hasta aquí como moscas,

o bichos que cruzan el patio del suburbio

hasta enterrarse en los rincones.

Y un espacio siempre abierto para el milagro,

un tiempo que se agota en lo salvaje de una tierra

poblada de rarezas que se articulan hasta desaparecer,

como el eco de nuestras voces en la superficie.






14

  

El campo de la vigilia se abre

como animales que van hacia la tormenta,

y es azul el horizonte

mientras detrás de los párpados hay fuego.

Es que perdimos temprano a los nuestros,

callados hasta el silencio,

abiertos a la cirugía del exilio.

De más estuvieron los pájaros,

los escándalos de la flor naciendo,

la espera de los bárbaros.

Creímos en la eternidad

y lo único que permanece es la hierba

que crece dentro de nuestras cabezas,

oro puro, sin embargo.







17

  

Duermo profundo en la noche del caos,

cuando el mar se deshace a golpes eléctricos,

a latigazos de Dios sobre inmensas bestias,

en la suma de una música con instrumentos

que son el delirio, la máscara oculta

de una representación dramática.

Y si me hubiera mantenido despierto

habría saltado sobre el agua,

empapado de barro la cara de la gente;

y si no lo hago es porque duermo

sobre aquel otro derrumbe que es mi cerebro,

un cántico a la locura, a la noche de la lujuria,

un espanto de cangrejos corriendo hacia la playa

frente a un mar inexistente o desaparecido.

Pero duermo y eso es todo,

profundo como el pozo más hondo

en que uno cae cuando es demasiado tarde,

después de haber padecido el propio desastre

en el medio del fuego y su furia.

A la noche siguiente prenderé la luz y esperaré,

y si la calma se repite

como un disco que acaba y vuelve a sonar,

esperaré la próxima,

y el deseo se abrirá como un animal a la intemperie,

un cuerpo hinchado pero vivo,

la cara oculta de dios sobre una moneda.






32

 

 No logro dar con el sentido último

de las palabras. Fueron hasta aquí como la piel

de asno de todo lo que hubo,

calma, insolación, vertedero de hechos cotidianos, como

si la rapiña fuera recogida justo antes del despliegue

de la naturaleza, hojas sobre el pasto, el insecto cantor de pavor,

el humo que se retira de la casa incendiada, cuando aún hay

otro hogar en donde encender los leños, donde colgar

la ropa o acariciar al gato luego del aguacero.

Pero no hay, lo que suele decirse, futuro, sino este padecer

de cuervos en busca de otro color que no sea el suyo, una jaula

pendida de una madera podrida al sol, actos de fe,

en ese inmóvil desierto que es uno, arena en el cuerpo,

perplejo como un animal que no entiende lo que dice.