jueves, 24 de diciembre de 2020

Rubén Reches

 

Rubén Reches (Buenos Aires, 1949-2018)

Ya no serás lo que no fuiste. Obra poética, Buenos Aires, Ediciones Ruinas Circulares, col. Iluminaciones, 2019.











Moribundo...

Moribundo: antes que vengan a coser tus párpados,
antes que el falso nudo se deshaga en el pañuelo
y que las ondas desaparezcan del agua,
querés repetirte con fuerza –como quien memoriza–
el nombre del lugar en donde estuviste y del que te vas.
 
Pero ya no lográs saber qué fue esa zona
que vos creías tan imperial y populosa
como el país de nada del que, aun viajando, siempre sos ciudadano.
Ante tus ojos ya más de carne que de vidrio
tu única migración se ha reducido a unas palabras empobrecidas y a una pieza.
 
Ahora que vienen a coser tus párpados
podés correr a gusto por toda la tierra de tu memoria,
pero no te basta eso para determinar qué fue esa luz que te parecía sola e infinita,
qué esas estrellas, ese humo, esas dos manos tuyas,
qué ese acordeón y esa madre.
 
Ahora te parece posible encerrar a toda aquella variedad en un frasco;
Ahora te parece que podrías ver todos los mares, todos los árboles y las fiestas
con solo mirar una vez a través de un orificio del diámetro de un clavo
practicado en tu tumba.
 
Pero igual querés gritar de una vez el nombre de la gota de la que empezás a caer,
por un desafío parecido al que hincha las venas
del hombre de nuez y de brazos desnudos,
de pie en ese arrabal de esferas,
que vocifera y vence a otros con palabras;
pero no podés, no podés, moribundo.
 
Incluso ahora que estés muerto, cuando vuelvas
a tu larga costumbre de no ser nada,
en el instante luego del último punto dado a tus párpados,
recordarás, sí, cada uno de tus milenios idos
y tendrás la exacta clarividencia de todo tu inagotable porvenir,
pero este episodio ínfimo de luz aun del pasado se borrará.
 
Y no vas a gritar el nombre de la pintada selva
que –última lágrima o fruta inmensas– todavía pende de tus párpados,
ni te erguirás para el rasguño inesperado al cielo,
en tanto que lo que no sabés nombrar se arranca pausadamente de vos,
desprende de toda tu piel un ala,
y ya no temés que la mariposa esté naciendo,
ya ni la querés nombrar,
ya no sabés, no sabés qué dejás, qué se te va, moribundo.








Una lluvia asombrosa...

                                                                            A Leonardo Moledo

Una lluvia asombrosa acaba de caer. Una lluvia mágica.
Sus gotitas no eran aguas, sino Vallejos.
Cada una tenía la cara y el cuerpo de un Vallejo
envuelto en un minúsculo sobretodo oscuro
y cubierto con un casi microscópico sombrero.
Fue una lluvia, más lenta que las de agua,
de millones de vallejitos que caían sobre la ciudad,
deshaciéndose al llegar al suelo en un "plaf" tristísimo y dulce.

Y dando la mano a sus hilos y a sus sonidos me vine al perdido Buenos Aires;
a este, por donde, irisados e inmortales, andábamos con tristezas así.
Y ahora –¡maravillosa lluvia!–,
es como si estuvieran por llamar a la puerta los amigos viejos
–los dispersos, los muertos–,
y como si la noche de invierno fuese todavía tibia y amiga. 
 







El teléfono de la casa paterna
 
                                 
Acabo de cambiar el aparato telefónico.
 
En la casa de mi infancia,
adonde he vuelto a vivir con mujer e hijos.
 
Desconectado, entre tornillos y pedazos de cable,
el aparato viejo parece esperar en la mesa del comedor
a que se proceda con él a un baño ritual.
 
Y ahí se está, como resto de un antiguo naufragio
que ha vuelto a tierra firme y se ha puesto a secar:
pierde su envoltura de cosa de humano
en el breve rato que necesita cualquier objeto depositado por el mar
para secarse de siglos de errar sumergido.
 
Muy pronto me parece que podría vacilar en decir para qué sirve,
qué fue, si es algo que ya estaba en la casa o si lo acaban de traer,
cuando durante cuarenta años por él llegaban y salían las voces
que tejieron la historia de un continente perdido en el que yo fui hijo,
y mis propios dedos pequeños giraban su disco para llamar a amigos de pantalón corto.
 
Muchas de las escenas centrales de la historia de mi primera familia
se constituyeron a su alrededor y al cabo de un rato se disgregaron,
¡en este caleidoscopio donde cada pedacito de papel es un ser humano!
 
Por él se anunciaron nacimientos de seres que muy pronto iban
                    a decidir exponer sus pechos a las balas de la tierra.
Por él un día mi madre oyó después de cincuenta años
la voz de su hermano soviético que acababa de llegar a Israel
mientras en otra pieza esperaban su turno de hablar tías y tíos.
–Al volver a la pieza cada uno debía transmitir con la mayor fidelidad
las pocas palabras dichas por el hermano mayor que se había
                          quedado en Moscú porque ya era un hombre y
                                                                     optaba por guerrear
mientras el padre rabino y la madre cuyo vientre había dado diez veces a luz
decidían emigrar con todos los hijos que pudieran–.
Por él nos felicitaban por casamientos,
–por el de mi hermano primero, por el mío después–.
En los días que precedieron al de mi hermano,
recuerdo las llamadas a la modista, a la confitería, a todo o que se alquilaba.
Por él dije mis primeras palabras de amor.
El ocultó el temblor, el enrojecimiento, el rostro demudado
y sólo dejó pasar las palabras casi puras.
Por él mi padre anunció la muerte de mi hermano
después de arrancar su tubo de las manos de mi madre
para abreviar un llamado que los sollozos de mamá rota para siempre
podían prolongar hasta la exasperación.
Por él llamé y me llamaron amigos para decirnos, sin disculpas ni preámbulos,
poemas recién terminados o un verso que acabábamos de modificar en algo,
en días en que no dudábamos, –¡y con cuánta razón entonces!–
                                        de la incondicional disponibilidad del otro,
de que al otro ese poema anunciado o ese verso imperfecto
lo habían mantenido en vilo con tanta intensidad como a uno mismo.
Por él circularon conversaciones clandestinas
con sus circunlocuciones y sus claves.
Las de mi hermano comunista primero, y luego, muchos años más
                                              más tarde, las de yo mismo comunista.
 
Finalmente, de los cuatro, fui yo quien lo desconectó.
 
Aunque el balance final de sus días entre nosotros no fue bueno,
lo guardo con respeto junto a las herramientas en la oscuridad de un placard.
 
Al depositarlo, roza levemente un obstáculo y vuelve a sonar su campanilla.
 
No descubro razones para que yo quiera sacarlo alguna vez de donde está,
pero me digo que las manos que un día lo hagan
no tendrán motivo para actuar con extrema delicadeza
y la campanilla sonará de nuevo.
 
Porque él reserva gotas de sonido para cuando yo mismo ya no esté.

 
 
 
 
 
 
En la ferretería
                                              
 
Tras un mostrador,
en el interior de un comercio cuyas lámparas desentierran cosas heladas,
hay un viejo sentado en un banco de mimbre.
 
Su hijo atiende a los clientes casi sin hablarles, con
                           movimientos siempre exactos de sus brazos
que van y vienen entre los estantes y el mostrador por el trayecto más corto.
 
 
Protestaba hasta hace unos meses el viejo:
no fue tratando así a la gente como él fundó ese comercio,
como mantuvo de pie esas piedras en el mundo
durante cincuenta años que parecían un humo hacia todos lados irisado
y son ahora un agua circundada de hueso
en cuya superficie aparece el joven que todavía no habla y ha
            de hablar el idioma de la ciudad a la que trajo su baúl,
que, mirándola desde la puerta del local recién alquilado,
entrecierra sus ojos cegados por el sol,
sin haber dado aún más horas a vender que a barrer.                           
 
No respondía a las protestas el hijo:
no le decía que ya no interesa llamar al cliente por su nombre,
                                            ni invitar con cognac al corredor;        
pero cuando, con una marcha lenta de engrillado,
el padre se arrimaba al comprador y le preguntaba si era nuevo en el barrio
él se acercaba, su voz cubría la del viejo y cerraba con parquedad la venta.
 
Ahora el padre permanece sentado y en silencio desde que llega hasta que se va.
Aprendió lo último que quedaba por saber
y vive adherido a su alma como un animal marino a la piedra.
Y así se está, con la nariz fría, en la primavera de un pueblo del
                                                            distrito de Lvov, en Ucrania.
Tienen dolor, pero no rigidez, sus manos apoyadas en la mesa de roble de la taberna.
Ahí, y en la pequeña plaza de enfrente, y en el espacio de sombra que hay más allá,
era el siglo diecinueve hace diez años.
Una muchacha se acerca desde la vereda a la ventana, lo mira un instante y se aleja.
El sale de la taberna a una calle con un olor a menta que lo
    impregna como si tuviera el nervio olfativo más agudo.
 
 
El hijo deja de mirar al padre para sentir temor por los
                                            trámites de la muerte. Los desconoce.
Sabe que en pocas horas hay que resolverlo todo, decidir
                                cómo se cumplirá con los ritos religiosos.
A su madre marroquí la volcaron en la tierra envuelta en
                                        una sábana, pero su padre es europeo.     
Y en el cementerio insulta a Dios.
 
 
Oye cantar grillos mientras sigue a la muchacha, reteniéndose
porque entre los dos debe haber cierta distancia. Bajo la blusa
negra de dril tiene un cuerpo reumático que avanza y un miedo
de entrañas nuevas. Ella se detiene donde no hay faroles, pero
él se acerca y jamás, ni en cuartos iluminados con lámparas
eléctricas ni en mañanas de sol y nieve, vio con tranquilidad
ese rostro de piel oscura más hermoso que su recuerdo. Ella
le da un paquete, le sonríe, le toma la mano y le dice adiós y
que se cuide en el idioma en que, por ese amor, él ha de
entregarse a miles de soliloquios en calles y años remotos. Se
van para distintos lados. Sabe que no fue por respeto a las
normas de la clandestinidad sino por timidez que no le preguntó
cómo volverla a ver. Querría que su cuerpo grande desapareciera,
en tanto que ahora el cuerpo más bien pequeño de la muchacha
tiene para él resplandores de giganta que hiere.
 
 
El hijo deja de mirar al padre porque va a pensar en la grandeza
                                                          que le vendrá de esa muerte.
Quiere ya para sí los soliloquios y el riesgo de aquellos que, en
                                                 cada cadena de humanos vivos,
                                          están hace más tiempo en el mundo.
Quiere que ya sea su carne la más antigua de una estirpe.
 
 
De repente advierte que en el interior de esa noche inmóvil
su cuerpo tiene la libertad de movimientos del animal desnudo.
¡Ya entiende para qué era ancha la tierra! Da media vuelta
y se lanza a correr junto a la barrera de saúcos.    
         
El hijo mira al padre. Los años arrimaron su piel a la de los
                                           animales más parecidos a piedras.
El arco de esos párpados cerrados se le aparece ahora semejante
                                                                                    al del vientre
y fuerza fríamente al ensueño a imaginar que son aquellos dos
                                                                          pequeñas barrigas;
Después, que el verdadero vientre esconde un ojo.
Prueba su temeridad figurándose bajo las ropas el cuerpo
                                                                redondo que han de lavar.
 
 
Corre llenándose de perfume mientras la silueta de la muchacha
crece a la distancia. El paso de los años lo fue convirtiendo
en un fauno; tuvo esa fama entre los que jugaban al dominó
en su idioma en un café de la ciudad adonde iría a dar y a tener
mujer e hijos. Le resultó fácil aprender las pocas palabras y
gestos con que se obtiene la hora gris que dan las viudas y
las empleadas que llegaron maduras de Europa. Y ahora corre,
no con la agilidad de un muchacho, sino con la de los perros
y los pájaros. ¡Va a saltar sobre los primeros instantes del
amor! ¡La tomará!¡Será feliz y libre! ¡Será feliz y libre!