miércoles, 16 de agosto de 2017

Héctor Viel Temperley



Héctor Viel Temperley (Buenos Aires), Obra completa, prólogo de Tamara Kamenszain, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2013.






















De El nadador (1967)


A mi cuerpo

Señor, mira mi cuerpo.
Mira mi cuerpo antes que yo lo llame
y él me llame, gritándonos
de lejos.
Mira mi cuerpo, este animal antiguo
como el río más antiguo
y joven, todavía, como el agua
cuando aprendía a nadar,
sola entre cerros.

Señor, mira mi cuerpo.
Mira mi cuerpo, torre de mi infancia,
mira mi cuerpo, cueva a la que vuelvo
siempre
a sentarme solo
ante tu fuego.

Señor, mira mi cuerpo
como yo lo veo.
Oh cazador del agua en los veranos,
oh cazador, de mi alma
prisionero.
Oh cazador sediento de su casa,
más antigua que mi alma,
más joven que su miedo.

Lo amamantaron entre pajonales
donde ya te perdía
el viento, con tristeza.
Lo amamantaron entre pajonales,
oh cuerpo mío, antiguo cuerpo mío,
cueva para el amor,
torre para la guerra.

Señor, mira mi cuerpo. Es inocente.
Oh cueva de tu fuego,
oh torre joven.
Por los largos veranos que aún lo esperan,
por estar junto a mí,
que me perdone.









El silencio

Y va a romper, porque ya se hizo labio.
Y va a romper la ola en este instante.
Todo a lo largo de este mar es una,
y en lo más alto de su labio estira,
todo a lo largo de este mar, un filo
que me corta el aliento.
                                    En este instante,
todo a lo largo de su filo el viento
corre de sur a norte, y como flecha
va haciéndole saltar blancas astillas,
va a largos saltos con sus plumas blancas.

En un instante, sólo en un instante,
emplumado y silbante, libre y bello
pasa ante mí el silencio.












De Humana vitae mia (1969)


Hay unos sauces quietos
como yo,
desde hace horas.

Pero las hojas de un olmo
–como por un hilo
unidas al olmo
y, sin embargo,
toda la luz del olmo–
se conmueven y brillan
en cuanto sopla el aire.

Sin tocar con sus hojas
ni molestar a nadie,
un único olmo se estremece y baila
por el hombre y los sauces,
quietos desde hace horas.












De Plaza Batallón 40 (1971)


Leleque

Almacén, Ferretería y Venta de Tabacos
Compañía de Tierras Sud Argentino Ltda.
LELEQUE

Nubes bajas como el humo
que vuela de los ranchos de invierno,
árboles finos, secos,
y el almacén pintado de blanco
con puertas y ventanas verdes.
Hace horas o días
que no hablo con nadie. Espero a un hombre
para seguirlo
y lo veo saludar a una mujer
y besar a un chico.

"Todo esto es de la Reina", oigo. Sigo adelante.
Veo la nieve. Estalla.
Estallo en mi silencio. Te descubro,
Dios, en mi yo.
Ahora sé por qué debo
cuidar mi yo. La nieve.
Un poco más allá, alto de frío, el viento
más fuerte de mi vida me sacude
como para romper en mil pedazos
una vela de adentro, ya inservible.









El guardafauna

Alguien, además de Dios,
cuida este invierno
la elefantería de Punta Norte
de la Península Valdés,
provincia de Chubut,
República Argentina.

Es un hombre que toma su vida
en broma
y que, del mismo modo,
toma también en broma
la vida de todos los pequeños y grandes
elefantes marinos,
aunque a veces salga con un máuser
a disparar contra las orcas.
Ese hombre es el joven guardafauna,
que tiene la obligación casi templaria
de mirar hacia el mar día tras día
y doscientos kilómetros
de tierra y viento a sus espaldas,
que pasa solo todo el invierno
recordando las mujeres del verano,
lejos, muy lejos de cualquier ciudad importante,
lejos hasta del único boliche
que hay en el camino
y que muchos días ni se molesta
en bostezar hacia el vacío.
Por eso Dios, que sabe
lo poco que conoce el guardafauna
de la vida de los pequeños y grandes
elefantes marinos
y hasta de esas piedritas de colores
que caen en el alma
cuando se tiene la obligación
casi templaria
de mirar hacia el mar día tras día
y doscientos kilómetros
de soledad a las espaldas,
se alegra de no ser el único que cuida
este invierno
la elefantería de Punta Norte
de la península Valdés,
provincia de Chubut,
República Argentina.

Y cada fría mañana de sol,
cuando el joven guardafauna
apoya su zapatilla insolente
sobre el vientre de los machos más grandes,
Dios se ríe.









Plaza San Martín

Estas noches de invierno
yo tengo como un viento
en la camisa
que me pongo de nuevo.

Doy vueltas a la Plaza
San Martín,
respiro hondo, pienso...
Entonces, para el alma,
hasta esto es adulterio.
Entonces, sólo puedo
escuchar con respeto
la trompeta del negro David,
en la calle Veinticinco de Mayo,
y la absolución en castellano
de un joven confesor en el Santísimo
(y como dice Ulrich voy viviendo
entre el Altísimo y el Bajísimo).

En noviembre iré a ver
el amor de las ballenas.
Me llevaré mi esperma al sur
como una hostia, como una vela.
Y no hablaré de amor.
Meditaré, si puedo, en esta vida,
en las blancas costillas
de la Creación
que saltan a la luz
bajo el peso de los cetáceos,
pero también en una milagrosa,
pequeña pileta
de piedra
allá en el norte,
donde escuché reír
a un arroyo y a una muchacha.









Cataratas

Hace tiempo que Cristo
está crucificado en luz
y no en madera.
Y estar crucificado en luz
y volar
es una misma cosa.

Junto a las iguanas
que apenas si se ven
correr como alfileres al sol,
sobre las piedras,
me quito la camisa,
me arranco las espuelas
(no debemos luchar
contra ningún demonio,
dicen mis teólogos,
tenemos que luchar con nuestro ángel
para que él nos venza).

Las aves
que hacen sus nidos en las rocas,
casi bajo las aguas,
parten de pronto con las alas húmedas
y el estruendo en su pecho diminuto.

Arqueo suavemente el pubis
hacia las cataratas
o mucho más arriba,
hacia el Dios Creador, el nuevo Hijo
que desprende una mano de la cruz
y la apoya en mi sexo,
azul mañana.












De Febrero 72. Febrero 73 (1973)


Julio

Desde que me quitaste
tu cuerpo,
sin saber qué quitabas,
hay más tiempo
en el cielo
y una mancha de sangre
en el cabo
de mi hacha.

Hacho pisando hojas,
me desnudan y bañan
en un patio de estancia.

La vida es una larga
pileta con violetas,
una pileta en forma
de cruz
que se cubría
y que cubría el campo
de violetas.

Ya no grito tu nombre
cuando sueño
que he perdido las botas
o que muero.
Ahora los busco solo
por el suelo
como cuando buscaba
gateando mis soldados.

Y cuando sueño que te vas
no grito
pero salgo a buscarte
y llego tarde
y me enferma tu tiempo.
En el sueño es verano;
la mañana es de invierno.












De Carta de marear (1976)


5

Batalla de Jarama, rostro de marinero
que vi al nacer o vi al ser bautizado
o vi antes en un puerto que transmigra
en una caja azul de cigarrillos.
Misterio paralelo, qué sería
de mí sin su sonrisa!

Porque el misterio es más que el amor
estoy solo.
Oh Febreros con números que nunca
vi escarlatas en fundas de gamuza,
en casillas con lluvia y en halcones!
Piscina sumergida, insostenible,
bloque azul de castigo!

Su vacío me horada. Y allá atrás, sin embargo,
sólo de vez en cuando la pileta de los choferes:
el sol empapelando y derritiendo
(en torno al marinero)
la habitación central en mi memoria;
yo que esperaba a los acorazados
hasta que me envolvían las estrellas!












De Legión Extranjera (1978)   


Contraprefacio

De guardia como un ángel el legionario aquel verano
      junto a la entrada del pabellón
     de los trenes eléctricos
El blanco lienzo cubre la nuca alarga la hora
     hasta que el niño sale al sol a las doce
     y se cree abandonado con un poco de náuseas

El cubrenuca al sol en medio de la feria
     que se ha ido vaciando hacia las quintas
     hacia las uvas
Aquí se exhibe la cerviz oscura de una momia
     que es masajeada sin amor
Músculos como carriles pirámide de falos aceitados
     para un esfuerzo más de clavo de madera

Y una hélice oh diosa de muchos brazos
     hallada entre el cabello de la nuca
Último rostro joven en el fiel de una balanza
     de muchos brazos
Hermana que puede soplar desde la nuca como un molino
     hacia las uvas hacia el pasado

Con una cerbatana vacunan desde lejos
     para que todos puedan ver el mar pero no duele mucho
Nada más que un pinchazo en la nuca de un niño
     y mañana
El hombre nadará a la sombra de la madera del naranjo
A la sombra del Rostro que huele bien y no se oculta

En el cubrecama reverberan
     dos o tres hoteles blancos anchos silenciosos
Enroscados al cuello por el sol de unas siestas
Desdeñosa ave gorda
Es todo lo que muestra el hombre a los jinetes
     clavados como tacos de billar en las dunas

En el último instante
Siempre sobre naranjos rascacielos de espaldas
Arponero de espaldas demasiado blancas demasiado anchas
Ese Ser de avenidas verticales
     del que puede creerse que jamás fue azotado

Y una pregunta dirigida al lienzo
Mientras los camiones aprenden a andar lentamente
     pesados
     detrás de los restos de armaduras de sus ventiladores:


"Alguien vio el mar o sólo vio el meollo azul de un niño?"


Siempre la nuca aquí y el rostro allá en la nave!












De Crawl (1982)


La casilla de los bañeros, el piso y el homenaje



A Ernesto del Castillo,
que me prestó un salvavidas.





Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, hermanos
                                en reflejados días que tenían dos mares.

Sacristía con trigo de desnudos oyendo
                                un altar de colmenas. Única sombra.
                                                                               Tablas. 


Piso para las víctimas más grises del planeta.

                                 Capilla sin exvotos:
                                 Sólo mandíbulas de escualos

Y espejito con olas que nos ve entrar cansados:

En la gavia del tórax, como alas entre cantos
                                                      rodados –recogidos
                                                      de bruces–
                                                                                 los pulmones;

Y, en las ceñidas lonas, ladridos empujando

                             a mástiles de hueso
                             que no fueron quebrados.











Y yo –que pude en sueños o en misión escalarme

                          por serpientes de nieve
                          que iluminan

                          escondrijos de mapas
                          y capotes

Bautizando en las noches de las cumbres a un lago–;


                          y yo –que no quisera
                          que esa tropa oscilara           
                          demasiado o se hundiera
                          en el umbral del cielo–,









Aquí donde la novia de un buen mozo del muelle

                               se entregó por dinero
                               a las visitas



(Después de hablar los dos afuera, contra el viento, 

                             una hora o dos horas
                             caminando, abrazándose)

Y a las siestas, de pie, los guardavidas

                             abatían la sal de sus cabezas

                             con una damajuana muy pesada,

De agua dulce      y de vidrio verde, grueso,

                                                                  que entre todos
                                                                  cuidaban,

                                                                               me adormezco:

Lágrima en la botella el mar se seca

Y hasta que la pequeña estufa es desatada

                                                              –y dejan de brillar
                                                                los pies oscuros–

Remolco sobre el hielo a una muchacha


(O en el piso, de nuevo,
                                veo sus pies,


                                                           de nuevo
                                                           no sé cómo

La estufa no los quema, ni sé cómo

                                  no saben arder menos que ellos

                                                                                 la cintura



O la boca,

Entreabierta en las tinieblas;


Y como siempre llueve y los relámpagos,

                                            en la ventana sucia,

                                                                          son los de ella);


Y sé que lo que hicimos refulgía

                               y llamaba –ahora sé–
                               mientras lo hacíamos


Y yo no era su prójimo, ni mi yo era mi prójimo,

                              y su boca, gavilla

                              con hormigas
                              y tierra,


En confines de tinta

Me sacaba del odio.












De Hospital Británico (1986)


La libertad, el verano (A mi madre, recordándole el fuego)


Porque parto recién cuando he sudado y abro una canilla y me  acuclillo como junto a un altar, como escondido, y el chorro cae  helado en mi cabeza y desliza su hostia hacia mis labios, envuelta  en los cabellos que la siguen. (1976)

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis aunque comulgué con los  cosacos sentados a una mesa bajo el cielo y los eucaliptus que con  ellos se cimbran estos días bochornosos en que camino hasta las  areneras del sur de la ciudad –el vizcaíno, santa adela, la elisa.  (1982)

Por las paredes de los rascacielos el calor y el silencio suben de  nave en nave: Obsesivo verano de fotógrafo en fotógrafo, ojos del  Arponero que rayan lo que miran. Ser de avenidas verticales que  jamás fue azotado. (1978)

Después íbamos al África cada día de nuevo –antes que nada antes  de vestirnos– mientras rugían las fieras abajo en el zoológico,  subía un sol sangriento a sus jazmines, y nosotros nos odiábamos,  nos deseábamos, gritábamos... (1978)

Instantes de anestesia, de lento alcohol de anoche todavía en la  sangre de pie de una muchacha desnuda y más dorada que la  escoba: Necesito aferrarme de nuevo a la llanura, al ave blanca del  corpiño en la pileta de lavar, detrás de la estación y entre las  casuarinas. (1984)

Tengo la foto de dos novios que cayeron al mar. Están vestidos de  invierno, los invito a desnudarse. En las siestas nos sentamos junto  a la bomba de agua y nos miramos: de nuevo embolsan luz los  pechos de ella; él amaba a los caballos y una vez intentó  suicidarse. (1978)

Necesito oler limón, necesito oler limón. De tanto respirar este aire  azul, este cielo encarnizadamente azul, se pueden reventar los  vasos de sangre más pequeños de mi nariz. (1969)

Y a las siestas, de pie, los guardavidas abatían la sal de sus cabezas  con una damajuana muy pesada, de agua dulce y de vidrio verde,  grueso, que entre todos cuidaban. (1982)