sábado, 15 de abril de 2017

Santiago Alassia


Santiago Alassia (Rafaela, Santa Fe), Hueco en el mundo, Baltasara, Rosario, 2015.


















El tío

No soy un niño, me doy mi propio cáncer.

Calmo encendí esta noche un fuego que perdura,
me cuida como a un pobre: con distante claridad.

Habito los fondos de la casa,
es éste un verdadero hogar del apartado.

Van horas ya en que el fuego trepa
a través del aire imprescindible.

Hago de hogar, hago de hacer hogar.

Es leve este fuego que perdura, es un fueguito. 
La poca hierba cercana empieza a marchitarse.

Ya no soy un niño, me doy mi propio cáncer.

La tierra se ha largado a una deriva silenciosa:
cualquier espacio que imagino es un potrero blanco
lejano como una herida incalculable.
Si apareciese un rayo, una tormenta,
la frente de mi hermano dormido en el ombú
con las arañas, si apareciese, pero no:
parece que esta noche el azar es arbitrario.

Aquí, sobre los fondos anchos de la casa,
ya no canto, espero un brote nuevo,
una verdad que me tenga apaciguado.
Como una torre de palabras espera a su viajero,
su fiel que la desea y que la busca.

El fuego trepa, yo lo escucho. Su pasión
no alcanza a llenar la blancura aparecida.

Ahora, desde lo alto de los cerros un hombre me señala.
Pero aquí fue siempre tan llano que nunca ha habido cerros
y nadie puede ver cerros con este barro
que se pega a la cara, que no se va de los ojos.
Hay, sí, un cargado ruido a grillos que no callan:
algo andarán pidiendo.
Y la huella escarpada que dejaron los caballos
en su estampida, los trabajos inconclusos,
más allá el pastizal donde anidaban las culebras,
y las tierras que el amor no visitó.

El fuego alumbra lo que mis ojos ven, lo que no hay:
una materia toda igual de cosas que se diluyen.
Así también con los recuerdos, su atroz puntualidad:
desaparecen.

Todo lo que traje son ramitas, cuadernos
donde he soñado que alegres marionetas me abrazaban
en el centro de una isla inalcanzable.

Atizo el fuego. Si por quebrar una ramita muevo el aire,
muevo en el asombro un orden diferente:
el que me trae la paz, el necesario.

No muy lejos de aquí, hacia la chacra,
¿era yo quien jugaba envuelto con el aire
entre las hierbas, o era simplemente la tenaz
ilusión de unos padres ya maduros?

Salvia, tomillo,
mi madre fue duquesa y mi padre changarín,
no pordiosero: changarín. Sabía
el arte de andar improvisando con el mundo.

Tachos, carretas,
la infancia es una madre que abandona.

¿Dije que es de noche y al paisaje
lo filtran la penuria, sus trapos, sus caricias?

Es mala esta llanura, no tengo explicación.

Ahora, lo que en mis ojos hay: toda esa gente
metida hasta el cabello en una zanja
buscando hinojo, sin prisa, como con fiebre.
Un leñador hombrudo levanta unas raíces:
tiene grietas en las manos, ríos secos.
Luego se aparta y se echa a masticar.

Termina este fuego lentamente, ya se apaga.

Llamo dolor a la elocuencia de pastar
sobre los charcos eventuales de la noche,
a tientas ver ahí lo que dibujan.

No soy un niño, pienso, me doy mi propio cáncer.
El otro como desierto planta mi soledad.
















I

Llega un día en que se apaga todo ruido del afuera. Ese día
no es grande ni solemne. No hay misterio. Se instala
como un pájaro tranquilo que pudiera bostezar
parado en una rama, después del vuelo diario.
Hay algo más: en la negrura de la noche
una hormiga sale de entre los escombros y cruza el piso irregular. Va rápido,
su marcha es segura aunque cada tanto parece otear el panorama, y entonces
cambia de dirección. Hasta que llega a un punto en que se paraliza. Y allí se queda,
no muerta pero inmóvil, se diría que por siempre. Un punto como cualquiera.
A partir de ese momento no hay rama ni relato que soporte, nadie habla,
no hay bostezo del pájaro ni almohada que usáramos de niños,
no hay recuerdo de rápidas patitas ni las ganas de correr buscando un haz de luz.
Lo que hay es sólo el punto abstracto,
el punto imbécil del espacio en que la hormiga se detuvo.