domingo, 10 de octubre de 2021

Mariana Finochietto


Mariana Finochietto (General Belgrano, 1971 / vive en City Bell)

Madura, Lomas de Zamora, Sudestada, col. Poesía Sudversiva, 2021.


















Aprendizaje 

Y me enseñó el jardín: 
no siempre basta 
darse, 
a veces es suficiente contemplar 
el suave transcurrir de las estaciones, 
ser quien espera 
bajo los sauces lentos de la tarde 
que la tierra florezca. 
Y me enseñé:
 no siempre puede una mujer 
ser la nutricia, 
no siempre puede 
ser la horqueta bajo el temblor del limonero, 
la mano que sostiene los azahares 
y la sombra. 
A veces solo queda 
rozarse 
con el amor que se ofrenda 
a los hijos y a las rosas, 
quitarse los pastos del corazón, 
brindarse 
esa ternura única que nunca será todo, 
pero es suficiente, 
sí, 
es suficiente. 







La gracia

A mi edad 
ya he disculpado 
a mis ojos 
por la presbicia. 
Le he tomado cariño 
a mi cuerpo, 
esa varita enjuta que sostiene 
mis años bien plantados en la tierra. 
Puedo reírme de mi fragilidad. 
A veces, me quiebro 
en pedazos 
como una ventana rota, 
pero siempre 
dejo pasar la luz. 
Envejezco, 
con la serena gracia 
de lo inevitable. 
Pero no te perdono, corazón, 
que no te incendies.







La carta escondida

Será 
que envejecer 
es olvidarse 
del viejo afán de la sabiduría. 
Será 
que ahora, cuando ya no busco 
los porqué, 
entiendo. 
Ése es el truco, 
la carta escondida en la manga de dios. 
Todo 
es agua que va, 
agua de un río 
en el que aprendo a sumergirme 
con el goce feroz de las sirenas. 
No se aprende a vivir. 
Apenas 
se acostumbra 
el cuerpo 
a la suerte de estar vivo. 
Será 
que ahora, cuando el mundo 
empieza a ser pequeño, 
comprendo. 
No me apuro en vivir. 
Llevo los años colgados como perlas 
de un collar hermoso. 
Y tanto tiempo aún. 
Tanto tiempo.







Certeza

Mi hijo salió al patio, 
pala en mano, 
y cavó un pozo en el rincón 
donde el trébol celebra su abundancia. 
En la tierra 
aún húmeda 
de lluvias, las lombrices huían, 
suaves, ciegas, 
hasta alguna hondura más propicia. 
Mis hijas acercaron la ramita 
que es mi cerezo hoy, 
y la dejaron 
en el hueco. 
Yo volví hacia la casa a buscar agua, 
y giré 
para verlos inclinados 
hacia el árbol tan frágil, tan pequeño, 
los cuatro 
con las manos sucias 
de tierra. Ataron 
el tronco breve a los tutores 
con telas de algodón, 
y sonrieron, 
como cuando eran chiquitos 
y cada ritual era una fiesta. 







Reverencia

Pienso 
en mi espalda que se arquea 
como un junco 
aún, 
sobre las cosas más pequeñas. 
Hoy 
he honrado 
el brote de unas rosas 
con los hombros inclinados a la tierra. 
Después de todo, 
qué otra cosa merece un homenaje 
más que lo diminuto: 
ese universo 
del que vengo 
y al que voy. 
Mi espalda 
y la tensión precisa de sus músculos 
le rinde reverencia.







Con mi lápiz de niebla

Escribo 
sobre la pared. 
Con mi lápiz de niebla 
escribo sobre la pared 
“los días han empezado a ser eternos”. 
Afuera, 
el sol se derrama en agua clara 
sobre la mansedumbre de los sauces. 
Los árboles saben esperar de pie, 
me digo. 
Yo no sé 
donde sembrar mi cuerpo, 
en qué rincón del cuarto 
arraigarme. 
Si pudiera 
florecer estas manos 
ser 
una amapola roja 
suave, 
vertical. 
Escribo. 
Escribo sobre la pared 
“los días se han vuelto viento”.







Escarabajos

Largo rato anduve por el patio 
regadera en mano, 
en cada hueco 
un poco 
de agua jabonosa, 
la nuca larga al sol, 
mientras febrero apuraba el mediodía. 
Luego salí a rastrear el ruido suave 
de los escarabajos sobre el pasto, 
huyendo de sus nidos, 
escapando 
del agua y el derrumbe. 
Cada uno junté 
en un frasquito 
para dejarlos después en la vereda. 
Lo pequeño nos teme, 
susurré, 
como si fuera una plegaria.