lunes, 25 de abril de 2016

Tom Maver



Tom Maver (Buenos Aires), Marea solar, Alción, Córdoba, 2016.





















En 1763 el ornitólogo danés Erik Pontoppidan les dio un nombre científico a estas aves: SternaParadisaea. No es imposible que entre los tratados de teología y de economía política que iba a dejar inconclusos, quisiera ver nuevamente a estos pájaros, soñar con su vuelo en picada hacia el mar, oírlas caer en un nombre perfecto. Apenas un año antes de su muerte, el entonces obispo Pontoppidan se recostó e imaginó los terrenos boreales de cría, los alaridos haciendo eco a lo largo de los valles árticos. Pensó que el lugar de origen para el ave migratoria debía serle fascinante: algo hermoso a lo que no se puede volver. Se levantó y alzó la mirada bajo el cielo gris de Copenhague. Leyó en voz alta el nombre que escribió en una hoja: SternaParadisaea. Sí, sonaba a cosa antigua, traída desde el comienzo de todo. Erik Pontoppidan por un segundo se sintió unido a ese entramado infinito de migraciones. Creyó oír a las aves viniendo hacia su nuevo nombre, cubriéndose con su aliento.











Hay que avanzar y no pensar en eso.
Pero mi madre está tendida
queriendo picotear el musgo de las piedras,
escarbando. No quiso ver cómo sus pichones
dejábamos los valles en dirección al sur.
Pronto, la nieve empezará a descender
sobre ella. A medida que me alejo de la costa
intuyo que habla sola de cara al piso,
llenándose la boca con barro, como buscando
entre las raíces más cercanas al núcleo de la tierra
el tibio origen de los abandonos.












Haber aprendido a no estar
en ninguna parte es todo lo que queda
de mi infancia. Bajo el mareo
que provoca la insistencia del pasado
entiendo que hay pérdidas
que deben guardarse como tesoros.












Tendría que detenerme en algún sitio
para descansar. Pero ya estamos sobrevolando
el Atlántico. Serán meses en que la gravedad
nos aplastará con su mano contra el océano.
Sólo el insomnio nos dará el equilibrio
para no perder la cabeza viendo este colchón de agua.
¿Dónde tenemos alojada la fuerza necesaria
para atravesar tanta intemperie y no caer?
Detenernos, sí, pero el cansancio
también es un desierto que hay que cruzar
y, aunque la energía me prenda fuego,
no debo separarme de las llamas.












A veces el amor prefiere lo inaccesible,
lo que tengo, pero oculto. Avanza
hasta las zonas más secas de donde
ni siquiera yo puedo traerlo de vuelta,
donde basta una chispa para que todo arda.
Querido mundo: que el privilegio
de ese exceso sea sólo mío.