miércoles, 2 de septiembre de 2015

Cecilia Romana



Cecilia Romana (CABA), Poemas concretos, Cabiria, Buenos Aires, 2015.


















Marie
a Vitullo


Se me ocurría pensar que él no necesitaba nada, porque el mundo
estaba pendiente de lo que hacía o dejaba de hacer.
Pero esa tarde en Mountrouge, con la misma mano
que martillaba el bloque de mármol, me levantó la camisa,
la enrolló en mi garganta y se quedó mirándome,
sin ese apuro que mostraba siempre por hacer todo lo demás.
Tenía los ojos fijos, tanto que me dio miedo de que no
se animara a hacer otra cosa. En todo caso, lo inaudito era
que invadiera mi terreno: yo era la que iba ahí a mirar;
él, por ser mejor en cada cosa, no tenía derecho
a llevar a cabo un acto tan ordinario.

No hay manera de distinguir el Sena desde el taller
de Montrouge. Se lo oye y eso basta para reconocer que todavía
existe, que nadie va a morirse en la habitación de cuatro metros
por tres y medio mientras el río siga en su sitio y moje
los bordes sembrados de botellas y papeles inservibles.

Él no necesitaba nada: ¿por qué iba a hacerle falta algo
si tenía esas manos, esos ojos? Sin embargo,
se agachó y rozó mi mejilla con la boca entreabierta.
Hacía frío. No atiné a moverme ni siquiera por discreción.
Introdujo su lengua en mi boca y la agitó
hacia los lados, lentamente pero con firmeza.

No le hacía falta nada. Ni esa tarde en su taller,
ni después, cuando nuestra vida se convirtió
en un pasillo interminable. En cambio yo, en Montrouge,
volví a ser la de siempre: estoica, torpe, viva imagen
de Pascual Bailón en sus primeros años
como hermano de la Tercera Orden.












Crenovich
a Del Prete
(Línea 57)


Al contrario de lo que quiere la gente,
yo ruego que el colectivo
venga lleno cada vez que viajamos juntos.

Nosotros no tenemos nada en común.
Jamás nos hubiésemos conocido viajando.
Él vive hacia el norte; yo más al centro.
Ni siquiera nos coinciden los horarios. Damos
dos pasos atrás. Se agarra del pasamano. Yo
me agarro de él –no puedo hacer más: con suerte
le llego al pecho–. Nos presionan de todos lados:
entregar un libro en dos días; sus clases
de los viernes, y veinte albañiles que intentan
llegar temprano a casa. ¡Un pasito más!, grita el chofer.
Lo miran con mala cara, en cambio, su cara
es inconfundible: no está enojado, no está triste.
Quiere pedirme lo que no podría darle, Vení,
me dice con esa voz grave que usa a veces, y yo
me interno como una adolescente en el hueco
que hay entre su abrigo y la camisa verde musgo.
Lo abrazo. Él y yo no tenemos nada en común,
pero su corazón está en la punta de mi boca –lo
siento latir–, el colectivo va lleno, un bebé
llora adelante y nos quedan quince minutos
de algo demasiado parecido al amor.












Una línea en mil
Prati a Maldonado 


Él no la eligió. Fue al revés. Pero cuando se queja
de su insistencia,
algo en su cara dice lo contrario.
No puede mentirle. Ni ella a él. Tienen una naturaleza serigráfica:
lo que hacen se opone casi siempre a lo que dicen,
pero los dos comprenden de qué se trata esa técnica
porque la manejan.

Pueden pasar años sin verse. Quizás, ella se torna hosca; él,
indiferente. Cuando se encuentran, no saben bien qué hacer,
entonces, él la abraza y ella siente que podría morirse ahí mismo,
que su felicidad en la Tierra se justifica
en el momento humilde de estar uno ceñido al otro.

Él la quiere, no hay duda de eso.
Pero ella lo quiere de una forma, es decir, lo quiere tanto,
que si se lo dijera, arruinaría todo.












Marie
a Vitullo

La vida, al final, tenías razón, era el espacio que quedaba
entre verte y no verte.