miércoles, 4 de noviembre de 2020

Marcelo Rizzi

 


Marcelo Rizzi
(Rosario, 1961)


Driftwood, Buenos Aires, Barnacle, 2020.





















Observemos por un instante
ese árbol fuera de sí, de la tiranía
venial de los conceptos: sin saber
que se ha iniciado ya la noche
de su devenir, quizá éste haya sido
su día más singular. Del tiempo real
de nuestros congéneres, descreemos:
por la forma de distribuir los platos
y los afanes en círculos perfectos,
de postular sueños de evasión dichos
al oído y por debajo bajo la mesa; de
formular principios absolutos para
alcanzar apenas la ebriedad.










Cada época se define en torno
a un diminuto ideario: a su afuera,
a su interior. Si son diversos los jueces
que nos juzgan, que se pudra entonces
el muelle sin nosotros, que nunca
sepamos del todo cuándo la carne
finalmente se astilla, y que del árbol
invisible cuelgue el fruto más feroz.










La escritura es inminente, pero el tiempo
que la antecede no es de este mundo,
acostumbrado a dar cobijo a lo irreal,
al octavo pecado capital del peregrino,
con su morral siempre vacío y su bota
de adviento.










Verse con otros caminando desafía el hecho
singular de toda travesía. Vamos hacia ningún
lugar, se responde. ¿Y esa ropa efímera, esa piel
arborescente si se la mira bajo una luz cenital?
¿Esa lengua crucial con la cual se le habla todavía
al insomne? ¿Ese pie con forma de espiga que un
mar acoge inmóvil, mientras el otro se hunde en
una ciudad irreal?










El anzuelo seguirá cual semidiós
siempre oculto en la carnada.
Todo ser que se define en el hacer
regresa algún día por la puerta de atrás
o por la ventana. A menudo se guarda
un luto de apenas unas horas, horas
en que el reflejo es un regalo distraído
del objeto en acuerdo con la luz.










Cada trazo de color libera una historia
y diez presagios. Lo indecible pone el precio,
lo impronunciable otorga valor. Hoy la nube
es la sombra blanca de estos cielos memorables.
Hay, además, fosforescencia en las gemas de los
cuerpos desterrados, luminiscencia propia en el exilio
de una flor. Viajar en lo posible montados a elefantes:
a ciertas estrellas —para el ojo desnudo y desde lo alto
de la estepa—, se las avista mucho mejor.










¿Qué grano de sentido, como mascarón
de proa, no es ya su infinita verdad de nave
insignia, que se interna en mares tumultuosos,
balbuceante de dialectos extranjeros? Seguro
habrá en sigilosa pluma, ese animal del destierro,
precario siempre entre acierto y error. Y será
deseable acaso algún día perdernos en rojos
desiertos, convertirnos en rebaño trashumante,
en perros de otras furias, mezclar el lodo de la
palabra lodo con asuntos de este mundo, con
estiércol. Echar mano incluso a nuestra propia
sombra como escudo.










Los espíritus soplan entre los árboles,
en bosques preparados para tal función.
Lo sabe el que escribe esas canciones,
lo sabe quien no se decide si copa o raíz.
Cada planta que se eleva majestuosa
es una fantástica piedra miliar. Ayer una
ley nos amparaba bajo sus ramas más
tiernas, hoy lo solícito del mundo quizá
nos declare ilegales, clandestinos de
una inútil hora de revuelta.










Tarde o temprano ciertas profecías se cumplen:
sentados a la mesa todos visten esta noche un
disfraz de animal. Sopla aún sobre las frutas
un viento de resolanas, se devela de una vez
la moral del contrincante: la raíz ya no buscará
jamás descender. Escandir y esperar, salir ahora
al jardín: la líquida jornada de los viajes de un solo
día alrededor del globo ha llegado a su fin.