lunes, 17 de febrero de 2014

Valeria Meiller




Valeria Meiller (Azul/Buenos Aires), en Andrade/Glorioso/Megías/Meiller/Zoto, La diversidad del trueno (Recital de VI Festival Cervantino de Azul, 2011), Editorial Azul, 2013.















Tres viajes en auto


1

Entramos, al toc izquierdo de la luz
de giro, otra vez, al pueblo:
hay que pasar por la farmacia, y por el banco
y por el depósito de periódicos porque de nuevo
se olvidaron de enviarlo al kiosco de revistas. Siguiendo
por el camino de circunvalación, al este: está la cárcel.
Ahora que con Martín
traducimos poemas con nombres de personas, pienso
que este poema debería llamarse
como esa mujer que en julio
caminaba al costado de la ruta con tres
chicos de mi generación. Mi abuela
tenía parkinson pero todavía
hacía mermelada de sus árboles y yo
manejaba la camioneta blanca que después
sería de mi padre. Tres chicos
mal abrigados cargaban bolsas en dirección al pueblo.
Nos miramos entre nosotras y a pesar
de que éramos mujeres prudentes,
detuvimos el coche unos metros más adelante, al costado 
del camino, me bajé
y les ofrecí llevarlos. Mi abuela
había girado la cara y nos miraba
por el vidrio trasero de la camioneta blanca que después
sería de mi padre.
Ellos olían a frío y la mujer contó
que venían de Rauch, a dedo. La camioneta estaba
repleta y pusimos la calefacción muy fuerte.
Mi abuela tenía parkinson y hacía mermelada.
Ese día íbamos a la capilla
de Laura Vicuña, en los suburbios a llevar dulce
para la merienda del comedor infantil.
Los frascos, en una caja
entre las piernas de mi abuela hacían el ruido
de jingle bells y partían lo sagrado en dos.
De un lado estaba la mujer
que habíamos levantado de la ruta, venía de otro pueblo.
Cuando le pregunté adónde iba, dijo:
A visitar a mi marido, en la cárcel. Tomé
a la izquierda y manejé tratando de pensar
en otra cosa. Cuando por fin llegamos, mi abuela,
que tenía parkinson y hacía mermelada
sacó un frasco, la bendijo, era sincera.
Cuando se bajaron, nosotras, que éramos mujeres prudentes,
dimos la vuelta a la esquina, yo frené
mi abuela me abrazó fuerte. Somos afortunadas,
supimos, otra vez. Lloramos mientras los frascos
con las tapas hacían clanc
por el motor del auto y de su cuerpo.





2

Al invierno siguiente aparecieron
en la casa las rampas y las agarraderas. Sobre las ruedas
de goma viajó el tiempo hacia un lugar
donde las sillas ya no sostenían su cuerpo.
Una tarde llegué, después de viajar atravesando
el campo hacia adentro
como si viajara al centro de un anillo y la encontré
a mi abuela translúcida, dijo:
La sala de esta casa se parece
tanto a la nuestra. Las mismas
lámparas de lectura, el cuadro igual
donde pastan los ciervos amarillos.
Era nuestra casa pero ella
que viajaba al interior de su mente se alejó
por un camino doble en el que mantuvimos
una vez y otra la misma
conversación. Mi abuelo
la levantó de su silla
de ruedas y la sentó en el auto.
Todo el camino al pueblo en un auto
nuevo con la calefacción muy fuerte pero igual
no pudimos disipar el frío
de la peregrinación al baño en la que descubrí
una cantidad escandalosa de implementos
ortopédicos nuevos.
Mi abuela se durmió, todo
el tiempo se caía sobre mi hombro.
Pasamos por un vivero, ella miró
las flores con la cara de la que había sido.
En los canteros había removido,
durante años,
la tierra para los secretos bajo los cuales
ahora escondíamos nuestra vergüenza.
La bajé sosteniéndola con los dos brazos.
Era de cristal su cuerpo
que se achicaba más y más
en el lapso que separaba una de otra las visitas.
Un chico desde adentro me vio, salió a ayudarme.
En la vereda los desconocidos nos miraban pero yo
sabía que la prudencia
nos protegía con una armadura de coraje.
Ella encargó cien plantines para una primavera
que no empezó nunca. Yo negué
con la cabeza tres veces para que el florista
supiera que mi abuela
viajaba al interior de su propia mente:
ahí, sonde siempre había señoras que reían
en la sala mientras en la cocina
las burbujas de las teteras evaporaban el sentido.
En cambio le compré
una maceta con flores rojas y le dije
que las demás eran tantas que iban
a enviarlas en un camión más tarde. El mismo
chico que me había ayudado antes la tomó
por debajo del brazo y, como si hiciera
palanca para abrir una puerta, la llevó al coche.
En el camino pasamos a dejarle las flores
a su mejor amiga y esa fue
la última vez que mi abuela y yo paseamos en auto.





3

Cuando sonó el teléfono, el sol
levantaba la escarcha del pasto y viajé
en un colectivo de larga distancia
durante cinco horas sin saber
cómo iban a llamarse desde entonces las cosas
sin su presencia que autorizara
la existencia de todos los objetos. Era temprano y en el río
los rayos de la luz se atravesaron.
En mi diario escribí: "viaje a Azul, 9 de septiembre.
Alguien me buscó en la terminal para llevarme
de vuelta los ocho kilómetros que nos separaban
de una casa donde no me esperaba nadie.
La familia está toda en el pueblo, recorro
cada una de las habitaciones
en las que presididas por retratos antiguos
cuelga el silencio desde las arañas".
Subí otra vez, sin explicarme,
cómo todo podía estar tan quieto,
a la camioneta blanca que después
sería de mi padre y entré al toc
de la luz de giro al pueblo.
Tengo que encontrar el camino
a una casa funeraria donde la velan
con el camisón celeste que yo usé
para jugar cuando medía la mitad que ahora.
Era más largo que yo y mi abuela
lo ataba con una piola para que el vuelo
lo levantara unos centímetros y no
se arrastrara por el piso. Ahora es
una prenda fúnebre y en el misterio
de los aniversarios, bajo el vidrio
para preguntarle a una mujer que baja de un auto
la dirección exacta porque estoy perdida.
Es mi maestra de primer grado.
Esa que echaron porque después
tuvo un romance con el profesor
de educación física del colegio
cuando yo estaba en tercer grado.
No me reconoció. Dije
lo estrictamente necesario y fuimos
dos mujeres extrañas sosteniendo
una conversación acerca
de cómo llegar a una casa velatoria, en una ciudad
al sur de la provincia donde el verano es corto.









Jacobo Rauskin




Jacobo Rauskin (Villarrica, Paraguay), Las manos vacías, Editorial Lisboa, 2013.
















4

La resignada mansedumbre
de esta llovizna interminable.
Una camisa apenas gris.
Un hombre gris también celeste.
Mi cuadro copia los colores
de la camisa de un obrero
y de la vida de algún otro.
Ropa simple, vida sencilla.
Ambas a un tiempo se destiñen.







28

¿Dónde estoy? ¿Qué?
¿Quién me mira desde el espejo?
¿Pero por qué me has traído
a este bar de ausentes?
Pídeme un whisky, por favor.
Mejor, que sea doble.
Y sin agua, sin hielo.
Puro, el whisky es lo único puro esta noche.
Los jardines se han perdido,
el mar es un yermo petrolero
y el cielo es hoy un basural de meteoritos.
Hace calor aquí, mucho calor.
Un bar sin aire acondicionado
es un anacronismo alcohólico.
Es como estar sentado frente al piano
con un cigarrillo en los labios.
Ah, ya recuerdo, estamos en el bar de Rick.
Pero es tarde, es muy tarde.
Es hora de cerrar.
Ya se fueron las chicas lindas,
las mayorcitas atractivas,
los aburridos con motivo
y los pesados de costumbre.
La noche se ha marchado,
el alba pisa los talones
a la gente madrugadora.
Y tú, que nada entiendes, lo entiendes todo.









Martín Moureu



Martín Moureu (Ayacucho), poemas publicados en Facebook en junio y agosto de 2013.















Nacimiento del agua

Sin motivo aparente se interrumpe
la trasmisión de Direct TV dejando
un fondo lluvioso de pantalla.
Otra vez un documental de ballenas
que no termina como uno quiere.
Quizás una respuesta nos observe
desde la repisa. Agua: anunciaba
la virgencita que cambia de color
según el clima. ¿Quién podría
rechazar esa verdad revelada?
Por lo pronto, resignarse a una noche
sin tele, no queda otra, recalentar
los fideos a baño maría,
acostarse temprano en esa cama,
herencia de mamá, placentera.
Algo que debe afectarte de un modo
parecido a la gravitación del mar
cuando dormimos en un depto.
a dos cuadras de la playa.
Agua: un vaso junto a la alarma
del celular. Ponés la radio
sin sintonizar ninguna estación,
sumergirse en una lluvia
finita que te hace dormir.
Como las ballenas, la realidad muere
aplastada por su propio peso.
Conforme tu cuerpo se concentra
en posición fetal, entrás a soñar,
a recordar en sueños la placenta,
el nado prenatal, lo que sueñan
los bebés entre la panza.
                                                Pero
no llores si despertás, de golpe
extraviado, tomate el vaso de agua
mineral, asomate a la superficie
y respirá hondo, tomátelo
con calma que esas interferencias
no significan una tormenta eléctrica,
apenas un mensaje de texto
cae atravesando la radio, sabelo,
con una cadenita de la virgen
maría desatanudos o una de esas
que te conceden los tres deseos.
No estaría mal que la virgen, el celular
se ahogara en un vaso de agua.








Accidentes domésticos

Al principio, nos debatíamos
entre dudas fáciles: papas fritas
o puré. Ni cabía plantearse
si la convivencia nos aseguraría
un nivel de ingresos superior
a la canasta básica o si los hijos
aportarían una experiencia
trascendental.
                             ¿Quién iba a sospechar
entonces lo fatal del accidente,
un conflicto familiar bajo
el repasador de la cocina?
Acusativas palabras que van
cayendo, de disputas zanjadas
vuelven y se devuelven
según una mezquina dialéctica
de poder donde el único
criterio de verdad
no es el peso de los argumentos
sino quién está dispuesto
a ceder. En fin, sólo palabras, o
quizás ni siquiera eso: son
cosas que se dicen en caliente.
¿Cómo construir así un sentido
que nos incluya, una fe que
nos abrace?
                        A dormir sin comer
pareciera la sentencia definitiva
pero ahora, cuando me doy vuelta y
compruebo que ya vas por el quinto
sueño, me pregunto en qué momento
el sexo pasó a ser un accidente
doméstico que conviene prevenir.