jueves, 5 de marzo de 2015

Sonia Scarabelli





Sonia Scarabelli (Rosario, Santa Fe), El arte de silbar, Bajo la luna, Buenos Aires, 2014.


Colaboración de Alejandra Méndez.

























Los viajeros



En la profundidad del sueño
él me sale al encuentro siempre vivo,
y andamos por paisajes
que son y que no son la casa,
la tierra conocida.
Como a los buscadores de un misterio
que se entienden perfecto con la noche,
la oscuridad tampoco nos da miedo
y tomamos las cosas como vienen.
Esta vez me lo encuentro sonriente
y listo para un viaje, y me pregunto
si no será esa, al fin,
la forma verdadera de la muerte:
un viaje interminable y cada tanto,
el regreso muy breve, sigiloso,
a la casa del sueño, la memoria.






 






El arte de silbar



Silbo y al rato un eco se desprende,
como si llegara alto va y se queda
flotando en el aire.
Silbar no es de mujeres pero él
nos enseñaba a todos por igual,
mis hermanos y yo: silbar, nadar, pescar.
Después crecimos y recuerdo haber sentido
la soledad de ser una mujer
como quien marcha hacia el exilio,
sobre todo del padre,
que en el sueño de anoche
se apareció de pronto en una ruta solitaria.
Diferente y el mismo, como siempre,
a la luz de los faros de un coche, dice:
hija, de la vida no se huye.



















Vista al pasar



¿Quién sos,
la que sube preciosa entre las ramas?
Vista al pasar,
avecita del cielo y de la tierra,
tacuarita del sueño.
Trepás entre las sombras
de las hojas tan frescas
haciéndome acordar
de cuando yo era
pequeña como vos
y así de liviano
me iba el corazón.



















Tranquilidad de hablar



Hablo con la tranquilidad
de los que no tienen que ser oídos,
de esos a los que nadie tiene que escuchar.
Ahora mismo soy como el pajarito
al que no le acierta ninguna piedra,
el pez al que no lo pescan, feliz en el agua.
Las palabras me arropan este rato
que lo paso hablando con vos
y no siento nada de frío
y no me asusta ni un poquito la oscuridad.
Mirá cómo ya todo lo que decimos
se hace de la sombra,
y nadie nos escucha ni a vos ni a mí,
y hablamos muy tranquilos
como si conociéramos la lengua de los pájaros.
Mirá cómo lo que decimos la perfuma a la noche,
igual que si las palabras se abrieran como flores,
como si nuestro idioma fuera una flor rarísima,
de esas que se abren
aunque no haya luz.