martes, 29 de noviembre de 2016

Liliana Ponce


Liliana Ponce, Paseante y huésped, Club Hem, La Plata, 2016.



















I

Poema

En recuerdo de un viaje a la ciudad de México, desde
Acapulco, a través del desierto, un día de noviembre.

1

A un paso del precipicio los pies no sienten
la velocidad del vehículo que corre
bajo el aire de noviembre.
Las curvas de la carretera se abren de par en par
envueltas en el juego de las piedras,
en anillos de piedras y cactus.

Que ahora entre en la ciudad
como si la noche hablara llamando al fantasma
y la evidencia de cada geografía inexistente
pudiera hacerse tan real
como el espacio de un mantel–
la cinta atada al cansancio,
al completo abandono, la persistencia.
Pero éste es el lugar
y sé que algo quedará
en este borroso punto de despojos,
mientras espero la ciudad,
bajo la sombra de Tenochtitlán,
hueso y concha
en el límite donde podría morir.


2

¿Cuánto hace que partí?
Tomaba té y después los árboles
empezaron a desaparecer
al lado de mi ventanilla.
¿Cuánto hace que partí?

La noche también viajaba
de un continente a otro,
de un país a otro.
–Acude a lo dócil, inclínate,
mi tiempo crea la pasión.
El hechizo es un muro flotante,
separará siempre el viento, el ojo mágico,
separará tu voz, la constelación de los rostros.

¿Cuánto hace que partí
de la tierra desnuda y sin memoria,
de lo húmedo en lo alto del mar,
de la noche túnel cavada?


3

Hace un día casi, en auto recorría otro paisaje.
Foránea en planicies de arenisca,
a lo largo de rutas infinitas.
Color de almendra el polvo,
se abre a las serpientes miméticas, sutiles,
que no pueden verse sin prestar atención a lo obvio.
(Es mi anhelo entrar en el corazón de México
–ya bebí sangre de chili,
y gota a gota el agave
entra en mi lengua, se sella en el aliento.)
En el nudo, mi entrada en el secreto:
cómo el cielo comerá al desierto,
lo disolverá en una sola sustancia
sin la convulsión de lo húmedo, lo árido.

La estación de la víbora espera en esta arena,
mi sol despojado, sol rayo
para un espacio esculpido a fuego.
La luz en anillos cae dorada en sus fauces
y me absorbe.


4

La distancia se moldea con los objetos,
retrocede y avanza–
fuego fatuo de la Reina de senos desnudos,
en mi mano deja ahora un cristal
tallado cuidadosamente a la hora sexta,
mientras el viento recorre curvas irreales.
–Sin sol no podré despertar,
sin sol, Reina, no podré besarte.


5

El terror del desierto me aísla.
Quieta, yerta en el umbral de las montañas,
un hilo de sed se refleja en el cielo de vidrio
convertido en lana, en soplo cálido y seco
–el silencio no hubiera elegido entrar en el polvo
pero ahora es la serpiente quien está en los párpados,
y florece en el cuello en gruesos pétalos,
carnívoro reflejo de las vísceras,
del fruto viscoso, bulbo,
espíritu animal envuelto en el color
y un poco más en luz enmarcando la meseta.
El terror me aísla. Estoy en un espejo
y mi cuerpo puede transformarse
antes de que la navaja corte el rayo,
antes de que mi ojo se desnude.


6

La ciudad se acerca.
Voy por la carretera como si durmiera
en un relámpago.
¿Cuánto hace que partí?
El ardor roe la sed, el hambre, el dolor.
Un suave polvo impregna tu vestido y el cabello
se ha vuelto gris –gris de liquen,
de piedra húmeda
(¿o es que acaso debo pensar en lo húmedo
para esconder la aridez, o desplazarla?)

Duermo en un relámpago
y sé que olvido la muerte
como si olvidara un sueño rápido,
el instante en el vértice de los signos.
Al final del viaje
habrá que tejer en el viento–
y sobre este desierto
todo lo dicho alguna vez se expande,
móvil, continuo.












VIII

Oigo una voz a la medianoche…

Oigo una voz a la medianoche,
cuando el sueño parece vencerme,
cuando aún mis párpados están entreabiertos.
Oigo una voz y también veo la figura de la mujer
que se asoma a la puerta cerrada –es mi madre.
La miro y me mira antes de retirarse,
la veo aunque sé que está en el pasado
y la noche indulgente la envuelve en sombras.
¿Y no soy yo ahora la madre?
¿No soy la que quedó atada al manantial
sin sonido de una roca permanente?
¿Y no está acaso la mañana
para siempre guardada con su caballo falso
pero con los brazos tibios
por aquella caricia en la escarcha, en el encaje?




























domingo, 27 de noviembre de 2016

Claudio Archubi



Claudio Archubi (Mar del Plata/CABA), La Máquina de las alegorías, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2016.















Bonitas o del encuentro con la Bondad


Y delante de aquella visión indeleble, y envuelto en la inmensa y suave bondad difusa de la tierra verde, del cielo clemente y del pálido mar, involuntariamente uno cae de hinojos y de su boca sale aquella exclamación que salía de la boca de Ramón Lull, tal como la representan las viejas xilografías: «¡Oh bondad!» .
 (Raimundo Lulio. Francisco F. Billoch, Temas españoles No 90)



1.

Un día Ella me condujo hasta la playa y me mostró lo que había por hacer.

            Afuera hay un mundo –me dijo, –está lleno de nieve. Con tu aliento debes derretirla.

            Yo no comprendí. Era invierno, pero apenas una fija llovizna desaparecía sobre la arena deshabitada.
            Me di vuelta y, desde entonces, sólo así pude verla: de rodillas y quieta, ofreciéndome su espalda.






2.

            –Mi cuerpo no importa –decía cada vez más fría bajo mis dedos. –Toca la nieve y aprende a atravesarla.

            Pero yo no comprendí.
            Miré en derredor, busqué en la llovizna el rastro de la nieve.
            Intenté apartar la arena –nuestra segunda piel, tan áspera–.

            Pero estaba en nuestro aliento.
           




3.

            Me dije: para encontrar –suelen decir– hay que cerrar los ojos.
            Y pensé en nieve tras la nieve.
            Y sospeché de una tercera nieve y de un camino.





4.

            Grandes acontecimientos picaron mi cuerpo, pusieron su fría espuma y su llovizna, desplazando lo no crecido.
            Yo insistía.





5.

Años se perdían bajo mi mano. Livianos, blancos.
            Cosas pequeñas deshechas en lo abierto.
            Ella permaneció ahí, atravesada por el cansancio de haber visto.

            ¿Veía en mí la nieve?





6.

            Durante tanto tiempo estuve con los ojos cerrados, adormecido, intentando alcanzarla.
            Pero mi quietud era distinta: se apartaba hacia la Verdad.




























jueves, 24 de noviembre de 2016

Laura Fuksman




Laura Fuksman (Buenos Aires), Hostal Klezmer, Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2016.






















Tamaño mal

en el centro del hostal
donde las gotas se acumulan cuando llueve
los vapores contagian
los dedos el codo la nuca
trémulo en tul,
el esternón
abriendo juega
intermitentes escondidas con la tibieza.









Tangram
en que el edén
en abrazo vertical
supo: lo había olvidado todo
sobre geometría
la agudez de los ángulos,
la gravedad de las palabras
rulos, flecos y el mullido de los contornos
y entre tanto pedalear la intimidad,
la salamandra azul.









                                              qué imagen perfecta la foto que no veo
                                                                                    Nicolás Pinkus


Tu cuerpo se abre como un gran libro
de ilustraciones mitológicas
e historias fantásticas,
de tapas duras

repujadamente enteladas
un siglo atrás.

(Recostado sobre la roca

brillos dorados salpican
su esmeralda cola
bífida

doy fe,

he conocido al sireno).





























miércoles, 23 de noviembre de 2016

César Cantoni



César Cantoni (La Plata, Buenos Aires), Un arte invisible, Libros de la talita dorada, City Bell, 2016.























Retrato a lápiz

Cuando el artista J. R. Butin me retrató a la edad de siete años,
no imaginó, seguramente, que se me caería el cabello,
tampoco que sería poeta –título discutible–
y mucho menos que, luego de cinco décadas y media,
su dibujo continuaría colgado en una pared de mi escritorio,
como si el niño lleno de ilusiones
no quisiera abandonar al hombre de hoy.












Familia tipo con perro

En la foto estamos papá, mamá, mi hermana,
el perro de la casa y yo.
Papá está serio, como siempre,
mamá está linda, como siempre,
mi hermana está asida al brazo de mamá,
el perro está absorto
y yo estoy más rígido que un soldado,
pendiente de la cámara.
Papá y mamá salieron de foco hace bastante,
mi hermana se jubiló,
al perro lo mató un tranvía
y yo, momentáneamente,
me aferro a esta foto que encontré entre otras,
plena de reminiscencias
y tan implacable como el tiempo.












El mayor problema del hombre

El mayor problema del hombre
no es el analfabetismo sino la cultura:
las hormigas son analfabetas, pero tienen sabiduría;
el hombre suma conocimientos,
pero aún no ha logrado entender nada.












Los caminos de la vida

Buda transitó el Noble Camino,
Lao-Tsé eligió seguir el Sendero,
Cristo tomó la ruta del Calvario,
yo, menos proclive a dogmas y vía crucis,
ando y desando una calle periférica
cuya única verdad son los grafitis.  
 








































martes, 22 de noviembre de 2016

Teresa Orbegoso


Teresa Orbegoso (Lima, Perú/ CABA), Perú, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2016.




























En el ala petrificada del pelícano: José Watanabe. Reverberación 
sin tiempo, escribe en el músico, la voz de  la estera. Tierra, 
vibráfono. En el batán de lo deforme, José muele el sonido. El 
espíritu de César Calvo tiene tres dedos cortados y sopla una 
antara en el vacío. La armonía no está en el compositor. En él, 
rabia, frustración y lo que no hizo. Un yute rojo y azulado.  Sus 
ojos no saben ver  de cerca.  La mala comida del salvaje lo ha 
alimentado y el hueso de día, de tarde, de noche. Pinos, hielo, un 
lago. El vals libre del viento habla del frío, de la muerte de José 
Watanabe. Las gaviotas sobrevuelan, cantan, se despiden de la 
mano pequeña. Nadie lo sabe, pero José está en lamontaña.

















Tutrompo,padre,girabafrenteatodaslascosasquenopudieron. 
Nuestracasayanoeranuestracasa.Otrosvivíanallí,conlaspuertas   y 
ventanas abiertas. Las habitacionesiluminadas.














Entre la neblina, Blanca, esparce la arena inextinguible de Puerto 
Supe, partitura sumergida. Mis pies le temen a las frías aguas de 
su mar. Aprender a nadar a los cinco, a los cincuenta y la brisa 
congela el paso. Un color ignoto entre dos edades. La luz que 
danza sobre las cuerdas rotas del piano. Unos restos que 
golpean el cuerpo de Blanca ya vencidoporlaruina.
Aprenderacorrer,areíralossetenta, a los noventa. Una puerta 
enterrada y ella contándonos delbarro.




















Nosotrosnosveíamoscomoniñosdecincooseisaños,peleandoporun 
pedazodepan.Otraeralamadrequenoshabíallamadoalamesay 
otrossushijos.Elplatovacío:¿quécomíanenrealidad?

























Durante siete días Arguedas camina de espaldas al Sinakara,
llevaveintekilosdehielosobreloshombros.Va a su pacarina, como 
si fuera la verdad. Apu, dice. Apu     y lo nombra. Apu, se 
arrodilla y reza. La montaña está adentro como una caverna, 
silenciosa y llena. No hay temor, sólo encuentro en la 
desaparición. No hay ofrenda, sólo espíritu. La No Muerte ha 
venido a contarle del niño blanco que se perdió, del niño que se 
transformó en agua, estrella, vegetación. La No Muerte se ha 
despedido, le ha entregado una retama de cuatro colores. 
Arguedas sonríe, ha visto correr entre las ruinas alniño.


















Mishermanoscomenzaronaentrarunoaunoenmí.Susropashú- 
medasolíanaflores,averanosenCarhuazysusvocesencorome 
hacíandébil.