jueves, 8 de octubre de 2015

Elena Anníbali




Elena Anníbali (Córdoba), La casa de la niebla, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2015.


























I

señor, vos le diste a mi hermano un ford falcon rojo
para llegar a la casa de la niebla

y después qué

le dijiste?
le explicaste que el camino estaba cortado?
¿que el motor estaba roto?
¿que todo estaba roto?
¿que no había vuelta?

¿qué hiciste, cómo
para convencerlo?

para que te diera la mano
se sentara en la sillita de mentira
dejara que la oscura hostia de tu nombre
le llegara a la boca

¿o le metiste una piedra?
o una moneda, un gancho,
un papelito

de dónde lo enmudeciste, lo hiciste
olvidar
olvidarnos

qué señas le habrás hecho para que en vez de volver a casa
apagara el motor del falcon
se escurriera de la sedosa perfección del cuero
de la música en la radio
del ronroneo cachondo del auto
y se bajara con vos
para ir adónde

¿a cazar pajaritos?
¿a ver el dorado pasto extinguirse tras el fuego del invierno?
¿a romper el cristal del agua para que beban las crías?

o era verano, quizá por entonces
y le diste el agua peligrosa de tu cielo

entradora, el agüita, sí
clarita, el agua, bueno
pero detrás de eso vos sabés que un agua así da más sed
uno se entierra más en el pozo
y más
hasta echarse tierra en el lomo

y ni el ángel constante y poderoso de los molinos de viento
puede salvarte
no

¿sabías que mi hermano iba a decir sí?
cuando viste el polvito que levantaba el falcon rojo en el camino
no pensaste dejarlo ir?

aunque sea, señor, porque él era toda belleza
a esa edad,
toda alegría
toda
razón de ser






II

plantamos un árbol en la casa de la niebla

se doraban al sol los girasoles
moría otro día
otra noche

el árbol creció, arraigó
en la penumbra

modelaba con hueso su estatura

cada pájaro que probó los frutos
caía en somnoliencia
en ausencia de vida

en la radical ceguera de los muertos






III

Epumer el cobrizo, el glorioso,
te prestó la escopeta, y el galgo
que no temía hundirse en el agua

en la laguna espejeaba, todavía, la luna

no sabías matar, hasta entonces,
y mataste
esa mañana
mataste

dos o tres sirirís, en pleno vuelo

no conociste el arco glorioso del sexo practicado
no viajaste más allá de ese campo y la colonia
no le viste la mueca al diablo
y su diente de oro

pero aprendiste que la muerte entra en cada
pequeña
grande carne

que el incendio del cañaveral te tocaría
taparía las entradas
mustiaría el paraíso y su flor






IV

he visto a ese hombre pintando
la casa de la virgen

yo viajaba
mordida en toda mí
por la Alta Sombra

¿puedo estirar la mano y tocarte
el vestidito,
Señora?

¿podés ser mi mamá
en la casa de la niebla?

encerrarías en su cajón a los muertos
sazonarías esta carne
levantarías mi corazón del sueño
de la fiebre

¿y qué de todo ese amor?
¿dónde?






V

no, mi casa no se derrumbó
no temblaron los vidrios
ni la araña cayó de la amapola del infierno

todo vino, empezó adentro:
nos tragaba un ojo

éramos o somos
el pan corruptible

por cada hueso hubo una boca
un diente
un hambre distinto

feroz, el ojo eligió
al imprescindible
al Dulce
al que sigue cantando

somos tan tristes sin él
a veces no hay de qué hablar, ¿sabe?
no hay fuerza para decir las cosas de la vida

pero llega la lluvia, a veces,
que es mansa y hace música en las canaletas
llega la lluvia por el este para ungir la herida
para hacer grandes las flores de carne

de ángel se pone el patio

detrás del ligustro, el Dulce renace
me dice: poné, hermanita, tu mano
en mi corazón

hace el mismo ruido que los caballos
¿viste?
¿no es un milagro?






VI

muchas veces fuimos pobres
no había dinero para ropa o música, pero
el taladro magnífico de dios
caía contra la mañana

las palomas se desbandaban
como si vieran
la comadreja o el halcón

un pedazo de mí entraba en la amargura
como en el pozo del molino
donde la serpiente infectaba
el agua de beber

yo tenía pocos años y ya era
rigurosamente anciana

sabía que el altísimo podía aplastarme la cabeza
enfermar nuestras ovejas
quitarnos el verano, la poca dicha

pero igual miraba siempre para arriba
y bajito decía
que sí, señor, venga a mí la destrucción
lo que deba venir
soy tu surco, señor,
soy tu surco






VII

como lázaro, el de betania, estuve o estoy
dormida
muerta

en esta cueva umbría cultivo la orquídea salvaje
y en la húmeda pared, la palabra que cuenta
los días que faltan
los que han pasado

él debe venir: quizá me lo anuncie
su tacto robusto tocando la piedra
o la voz, el estigma

hace mucho que espero

este pueblo es lejos: hay
médanos al norte
niebla al sur
caballos ciegos en la llanura
trigos amargos

puede que hayan perdido el camino
o que el camino haya sido una ilusión

quizá la palabra ya fue pronunciada
pero no la escuché, era distinta
a la esperada
o fue corrompida en el camino
de la vida hacia la muerte

no hubo milagro, o ya se produjo
y es esta suave penumbra
este tremendo paraíso
















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