miércoles, 29 de junio de 2016

Diego Colomba



Diego Colomba (San Nicolás, Buenos Aires/Rosario, Santa Fe), El largo aliento, Alción, Córdoba, 2016. 























Mientras caminamos hacia adelante el mundo sigue cayendo

Hace un rato una bandada de tordos manchaba el filo del tapial.

Había llegado poco después de que la lluvia cesara al igual que nosotros

que la habíamos visto caer durante horas detrás del mosquitero de la cocina.

Pero ahora esos pájaros renegridos que tornasolaban en el nimbo del porlan

se precipitaban sobre la tierra anegada donde no podríamos trabajar.

Nos conformábamos entonces con hundirnos en el barrizal lleno de charcos

que desdibujaban los surcos de reciente tierra removida

que esas aves nerviosas escarbaban en busca de alimento

picoteando incluso los trapos y maderas de un espantajo

con quien la fuerza del agua no tuvo miramientos.












Microcosmos

Espera, sin apuro, que la cáscara de naranja que cuelga del clavo, en esa pared descascarada, al sol, se seque, endurezca, se quiebre al tacto, se vuelva polvo perfumado entre palitos de yerba. Pero es puro berretín de viejo, piensa, viendo las moscas negras que se posan en la piel anaranjada, ajenas a cualquier infusión. También la vida anida en esos bichos. Y otras esperas.












Una pasión

No aminoran las revoluciones, ni se corta el chorro de vapor que enturbia el aire. Con la máscara caída, apura tres pitadas del cigarro que ahora apoya en el borde del hule, todo quemado, de la mesa. En esas confusiones gesticula la inocencia.












Composición

En un rincón exterior de la casa, las paredes lucen sus lamparones de musgo. Una pequeña ventana se insinúa tras un mosquitero corroído en sus extremos. A su lado, la herrumbre de la bomba descubre sus capas de pintura. Un tacho de cincuenta litros, que linda con una chapa suelta y algunos caños inclinados, mezcla aceite, escombros, cal y agua de lluvia. Entre la bomba y el tacho, una pila de cajones amarillos de cerveza, puestos de canto, entronizan a un gallo rojo, con el brillo perenne del plástico. Porque también hay luz en lo que se corrompe.












































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