Tu infancia puede ser un vasto eco
Los caminos que hacen las hormigas, el zumbar de las abejas, la luz que se astilla en unos
vidrios... Un pájaro muerto incluso y el delirio de los crotos. Todo
reverbera. En el prodigio de un mundo indefinido.
Un aire descompuesto
Nadie
quiso mojarse con la lluvia y las gallinas deambulan en el barro. Podés verlas,
a través del mosquitero, si te parás en una silla. También el chirle resplandor
que irradia el cielo. Se oye ahora cómo crece en la cornisa el repique
granuloso del agua. Relampaguea un refucilo. La abuela pide que cerremos
puertas y ventanas. Habrá que respirar el humo del tabaco, el vapor del caldo
que está hirviendo en la cocina, el olor a querosén, a ruda, a madera
apolillada de los muebles. Como si fuesen el oxígeno real de nuestra casa. ¿No
somos, acaso, una familia?
Nadie pone en duda la hospitalidad de tus palabras, papá. Pero mirá cómo se llenan de polvo, girando en el vacío de la casa. Una vez vi tu foto de monaguillo: guardabas silencio al lado de Dios. Pero tuviste que hacerte carne, habitar entre nosotros. Sentir cómo el viento se mete en los resquicios, confunde tus palabras con el ruido del mar.
El planeta de la poesía
Esa
noche caminamos en la luna. Nuestras sombras tenían el mismo diámetro que
nosotros. Es que casi no tiene atmósfera la luna. En la tierra, en cambio,
nuestras sombras se deforman. Y nos dejan respirar.
¿Qué
sería de una vida dirigida, Francisco, por la
suave psicodelia de la mente? Habría que tener el
corazón fuerte para dejarse gobernar por la intuición.
Colocado con tus versos voy, bizqueando como un
chico la bengala encendida de tu imaginación. Hasta
me olvido, risueño, del poema en el que están. A vos
también parece sorprenderte la brasa en la yema de
los dedos y le das ese final algo forzado. Es evidente
que estás habitado por el genio. Y no querés dejar de
creer en la poesía.
"¿Qué hacés durmiendo todavía?” La voz de mamá
golpeó en mis oídos y me arrancó del sueño. Con la respiración pesada y la
suficiencia de los que aún se saben vivos, sentí compasión (¿qué podía estar
haciendo yo a esa hora?) por el fantasma trasnochado de mamá, atrapado en las
minucias sin tiempo de nuestra vida en común. Antes de que el eco de su voz se
perdiera para siempre, me propuse darle asilo en mi cabeza. No fue una buena
idea, sin embargo… Con la clara luz de la conciencia, la voz de mamá se ha
vuelto presa de mis burlas. De mis fáciles reproches. La voz de una madre
necesita un corazón.
Tu misión marcha a las mil
maravillas. Oís por primera vez el silencio en tu huevo espacial. Pero extrañas
luces se aparecen a lo lejos y te salís de órbita. Ahora te estás precipitando
como un gran carbón prendido. Ya te apagarás en la nieve terrestre. El frío te
obligará a quemar ramitas que ahogan con el humo. Y el agua sucia del canal te
mostrará algunas estrellas. Una de ellas serás vos, camarada Alexéi, cayendo.
Tu retrato de maestra novel
hace silencio. Un vacío
de muerte. Pero también el
soplo del pequeño
ventilador de pie y las
pisadas del gato sobre las
chapas del techo me
envuelven. Fantasmales. El
tiempo es el muerto que
habla.
Una vieja amiga hizo, con su
propia espina dorsal, un
signo de pregunta. El signo
de pregunta final.
Prolijamente dibujado, podía
leerse en su joroba de
perfil. Algo, seguramente,
en el oscuro mecanismo de
su cuerpo, quería una
respuesta, al parecer más
importante que su propia
vida. En apariencia menos
urgente, el cuerpo de papá
también se mostró
interrogativo frente al
mundo, sobre todo en la etapa
—que alguna vez denominamos—
“nihilista”. Cada uno
de sus músculos parecía
comprometido en gesticular,
mientras se llevaba algo a
la boca —un pedazo de
comida, un cigarro, un vaso
de ginebra—, una de esas
incómodas preguntas
existenciales que llaman al
recogimiento y a la
postergación de cualquier tipo de
decisión: “¿Para qué
reproducirnos?”
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