lunes, 22 de noviembre de 2021

Diego Colomba

 

Diego Colomba
(San Nicolás, Santa Fe, 1972 / vive en Rosario)

Poetas que regresan a la patria de la infancia, Barnacle, 2021.



















Tu infancia puede ser un vasto eco

 
Los caminos que hacen las hormigas, el zumbar de las abejas, la luz que se astilla en unos vidrios... Un pájaro muerto incluso y el delirio de los crotos. Todo
reverbera. En el prodigio de un mundo indefinido.

 

 

 

Un aire descompuesto


Nadie quiso mojarse con la lluvia y las gallinas deambulan en el barro. Podés verlas, a través del mosquitero, si te parás en una silla. También el chirle resplandor que irradia el cielo. Se oye ahora cómo crece en la cornisa el repique granuloso del agua. Relampaguea un refucilo. La abuela pide que cerremos puertas y ventanas. Habrá que respirar el humo del tabaco, el vapor del caldo que está hirviendo en la cocina, el olor a querosén, a ruda, a madera apolillada de los muebles. Como si fuesen el oxígeno real de nuestra casa. ¿No somos, acaso, una familia?

 

 

 

 Verbo

Nadie pone en duda la hospitalidad de tus palabras, papá. Pero mirá cómo se llenan de polvo, girando en el vacío de la casa. Una vez vi tu foto de monaguillo: guardabas silencio al lado de Dios. Pero tuviste que hacerte carne, habitar entre nosotros. Sentir cómo el viento se mete en los resquicios, confunde tus palabras con el ruido del mar.

 

 

 

El planeta de la poesía

 

Esa noche caminamos en la luna. Nuestras sombras tenían el mismo diámetro que nosotros. Es que casi no tiene atmósfera la luna. En la tierra, en cambio, nuestras sombras se deforman. Y nos dejan respirar.

 

 

 

 Digno de alabanza

 

¿Qué sería de una vida dirigida, Francisco, por la

suave psicodelia de la mente? Habría que tener el

corazón fuerte para dejarse gobernar por la intuición.

Colocado con tus versos voy, bizqueando como un

chico la bengala encendida de tu imaginación. Hasta

me olvido, risueño, del poema en el que están. A vos

también parece sorprenderte la brasa en la yema de

los dedos y le das ese final algo forzado. Es evidente

que estás habitado por el genio. Y no querés dejar de

creer en la poesía.

 

 

 

 El sonido que uno no está seguro de haber oído

 

"¿Qué hacés durmiendo todavía?” La voz de mamá golpeó en mis oídos y me arrancó del sueño. Con la respiración pesada y la suficiencia de los que aún se saben vivos, sentí compasión (¿qué podía estar haciendo yo a esa hora?) por el fantasma trasnochado de mamá, atrapado en las minucias sin tiempo de nuestra vida en común. Antes de que el eco de su voz se perdiera para siempre, me propuse darle asilo en mi cabeza. No fue una buena idea, sin embargo… Con la clara luz de la conciencia, la voz de mamá se ha vuelto presa de mis burlas. De mis fáciles reproches. La voz de una madre necesita un corazón.

 

 

 

 Has vuelto, Leónov, a respirar el aire de la tierra

 

Tu misión marcha a las mil maravillas. Oís por primera vez el silencio en tu huevo espacial. Pero extrañas luces se aparecen a lo lejos y te salís de órbita. Ahora te estás precipitando como un gran carbón prendido. Ya te apagarás en la nieve terrestre. El frío te obligará a quemar ramitas que ahogan con el humo. Y el agua sucia del canal te mostrará algunas estrellas. Una de ellas serás vos, camarada Alexéi, cayendo.

 

 

 

 Un médium

  

Tu retrato de maestra novel hace silencio. Un vacío

de muerte. Pero también el soplo del pequeño

ventilador de pie y las pisadas del gato sobre las

chapas del techo me envuelven. Fantasmales. El

tiempo es el muerto que habla.

 

 

 

 Preguntas que se hacen con el cuerpo

 

Una vieja amiga hizo, con su propia espina dorsal, un

signo de pregunta. El signo de pregunta final.

Prolijamente dibujado, podía leerse en su joroba de

perfil. Algo, seguramente, en el oscuro mecanismo de

su cuerpo, quería una respuesta, al parecer más

importante que su propia vida. En apariencia menos

urgente, el cuerpo de papá también se mostró

interrogativo frente al mundo, sobre todo en la etapa

—que alguna vez denominamos— “nihilista”. Cada uno

de sus músculos parecía comprometido en gesticular,

mientras se llevaba algo a la boca —un pedazo de

comida, un cigarro, un vaso de ginebra—, una de esas

incómodas preguntas existenciales que llaman al

recogimiento y a la postergación de cualquier tipo de

decisión: “¿Para qué reproducirnos?”














 


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