Claudia Masin (Chaco/Buenos Aires), La cura, Hilos, Buenos Aires, 2016.
Potrillo
Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas
raídas,
esas cosas que ya no sirven para nada,
pero no se pueden abandonar: son parte del propio
cuerpo,
del camino recorrido. Es difícil soltar lo que nos ha
acompañado
tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y la espalda se
incline
bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta
sobre el arma disparada en un pasado remoto,
en una tierra desconocida decidieron por nosotros,
antes
de que naciéramos, hasta los muertos que tendríamos
que llorar.
Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso,
el aislamiento no resuelve nada. Ni construir una
cabaña
con las propias manos en el monte impenetrable,
darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un
paria
que ha rechazado su lugar entre los otros
para quedar libre de una deuda
que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces,
si los cuerpos reunidos al principio
quedan atados por un nudo que atraviesa el tiempo, una
cuerda
increíblemente firme, imposible de desatar,
¿cómo ser en la vida algo más que una especie
de fenómeno natural: un latigazo del cielo, un rayo
que destroza sin razón y sin sentido, o al revés,
una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae
alivio
a los cultivos casi muertos? Es decir,
¿cómo ser algo más que un impulso ciego
que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal,
por pura inercia desprendida del pasado, de los
terrores,
los deseos, las pasiones de la tribu?
A veces creo, pero es una cuestión de fe, no sé si es
cierto,
que se puede construir una familia a partir de cosas
ínfimas
que no forman parte de la historia contada
a través de las palabras o del cuerpo de los que
amamos.
Que podríamos descender en el tiempo
hasta el instante en que aún no habían empezado ni la
fealdad
ni el miedo, a través de una memoria física que nos
devuelva
la humilde y pura gracia de respirar. Hablo
de atarnos a detalles tan insignificantes que no
serían jamás
parte del drama y por eso mismo no podrían
convertirse en el hueso de tu infelicidad.
Sería tan distinto, claro,
si tu familia fuera el día en que conociste el verano,
la primera experiencia de alegría bajo un chorro de
agua
en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra
mojada
y el contacto del pasto en los pies descalzos. La
risa, levantándose
como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu
destino ese punto
del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu carne como la herradura en la pata de un
caballo joven,
de un potrillo que en el momento de entrar al establo
se retoba y corre y es capaz de fugarse de la vida que
le espera.
Sol
Es de eso que estamos enfermos: noches donde el aire
debió ser
como de cristal, así de delicado y evanescente para
todos,
pero para algunos fue un humo negro, traído desde el
fondo
de los basurales, desde esa órbita del dolor que gira
alrededor de un cuerpo cuando está malnutrido y tiene
miedo
de lo que puede venir a lastimarlo,
porque hasta la hoja seca que trae el viento es filosa
como la cuchilla del matadero para quien no tiene
manera de defenderse. Es de eso:
de los males que se depositaron
como granos de arena a lo largo de los días,
hasta que desataron por acumulación una catástrofe
que pareció espontánea, caída por sorpresa.
No hay desastre que no nos haya rozado antes
en forma de tristeza, pero si no es nuestra tristeza
seguimos adelante, como si no hubiera pasado
así de cerca. Ay de la ingenuidad
con que a veces pensamos que la indiferencia protege:
es un techo lleno de goteras que va a quedar deshecho
cuando caiga un temporal lo suficientemente fuerte
sobre nuestra casa, que no es un rancho
abandonado a su suerte, pero que tiene las raíces
carcomidas
aunque aparente ser un árbol sólido. A la hora
en que algo se desploma, da igual
si parecía hermoso y fuerte. Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano
donde no faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.
Semilla
A la memoria de David Moreyra, el chico de
18 años que murió en Rosario tras tres días de agonía después de ser linchado
por una multitud tras un aparente intento de robo.
Yo quiero estar en la respiración dificultosa del
chico moribundo,
el ladrón adolescente tirado en el asfalto mientras
una multitud
lo muele a golpes, ser la catarata de imágenes
que aparecen para liberarlo de la fealdad de lo que ve:
es decir, ser el vértigo de sus primeros pasos
inseguros
sobre el piso de tierra, la alegría de poder pararse
al fin
en las dos piernas, un árbol pequeño su cuerpo,
aunque ya entonces guiado por una rama vieja,
un tutor que no lo deja crecer hacia el sol aunque le
permita
recibir algo de su tibieza. Quiero vivir el día
en que se desató la cuerda y la rabia quedó suelta, a
merced
del terror que iba a empezar a alimentarse en el
estómago
de la bestia, su propia mala estrella concibiéndose
desde antes de su nacimiento, antes
de que pudiera hablar, pensar, antes de que supiera
que iba a vivir una vida donde el oxígeno
nunca iba a alcanzar para él, donde tendría que
respirar
conteniendo el aire, como si estuviera en el fondo del
océano,
y aunque hubiera suficiente para todos, más de una vez
amanecería boqueando como un pez fuera del agua,
casi muerto. Que ahí, tirado en el cemento, no haya
sido
ese pez en la orilla al que las aves carroñeras
miraban morir
desde su cielo, que se haya sentido de repente
como un ciervo de los pantanos o un topo malherido
en medio del monte, y haya podido saber lo que saben
ellos
acerca del momento en que se pierde
todo lo que se tiene: el mundo, la selva, las largas
caminatas
de la manada hacia las tierras más fértiles, el aire
pesado
de los humedales, el placer físico de correr
desesperadamente, el olor de la tierra empapada
por un temporal poderoso y breve, el hambre,
la dentellada que se da
y se recibe, el corazón desbocado que se enlentece,
el dolor, la vida que se dispersa en el aire como una
semilla,
un ramalazo de luz que pasa a través de las ramas y
descansa
sobre el pasto mojado. Que haya sentido en la sangre,
junto con la gracia de haber estado vivo, la esperanza
de una revuelta que escriba otra historia para él,
donde la peste incubada en otros no caiga sobre su
cuerpo
desde la niñez y lo maldiga.
Leona
Nunca fue el violador:
fue el hermano,
perdido,
el compañero/gemelo
cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la
/nuestra.
Adrienne Rich
Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un
bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aún así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas
plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene
suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra
cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la
leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya
tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la
sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la
muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para
que sea más fácil desangrarse que poder escapar.
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