José María Pallaoro (City Bell, Buenos Aires), El flautista de City Bell, Libros de la talita dorada, City Bell, 2015.
ANIMALES
¿Han visto tendido en el jardín a algún animal llorar sus pecados? Veo
el inundar de sus ojos en la gramilla acristalada. Una mujer queriéndolo
alimentar con sopa de verduritas y especias. El pecado no es original, una
copia inédita de madera de cajón de manzana. Durmió entre las paredes y creció
hasta hacerse encima del pis y del olvido de una insistencia que nunca cumple
sus promesas. Y ahí está el pobre. ¿Lo han visto? Cierren los ojos, imaginen un
espejo.
BALDÍOS
Desde hace un tiempo, habita una extraña mancha en la pared. La veo
desde el interior de mi casa. La pared es una medianera. Da a un baldío. Nunca
pisé ese baldío. Tampoco sé el origen de la mancha. Si bien la pared está un
poco alejada del ventanal, digamos unos ocho metros y medio, no llego a
percibir su naturaleza. No es de humedad, seguro. Ni la sombra de un pájaro
petrificado. Es una mancha que nunca cambia. Sea la hora del día que sea, la
mancha permanece inmutable. A veces, tengo el deseo de salir, y observarla
mejor, pero la sensación persiste unos segundos, y enseguida retorna la cordura.
También, en ciertos breves momentos, quisiera perderla, y ver, y ver realmente
esa mancha que como escupitajo o asteroide desconocido está aplastada a la
pared que da a un baldío.
EL
PERRO
Lo tiró en el bosque de eucaliptos. Una costumbre familiar que trajo del
más profundo Chaco. A la mañana, cuando aún la escarcha no se había disipado,
se encontraba ahí, sobre el capó del 1100, con las patas tiesas y los ojos de
vidrio. “Estos hijos de puta”, y lo agarró de las patas duras que ató con la
soga para manear y lo llevó arrastrando hasta la quinta del loco Carlo, y lo
dejó ahí, cerca del molino y de las higueras. Ese día salimos, a pesar del
frío, sí, a pesar del frío, regresamos con leña seca del Pereyra, y la pusimos
junto al hogar. Encendió el fuego, más bien lo avivó.
Esa noche preparó huevo batido con oporto y azúcar.
Esa madrugada, la pared del otro lado de la estufa se mantuvo caliente
como la almohada y el colchón y las sábanas espesas.
Antes del amanecer tuve un presentimiento, y salí. Ahí estaba, encima
del auto, bajo el farol de la calle que encendía la neblina, parapetado en sus
patas, con los ojos amenazantes o suplicantes, no lo sé, esperando que silbara
su nombre.
MARGARITAS
Estamos en la cocina. Mira viejas fotos y sonríe. Le convido un mate y
cariñosamente dice que después, que ahora está caminando por calles
reconocidas. Tomo el mate que le convidara y sigo leyendo el libro que dejé
sobre la mesa. Es un libro de poemas de un amigo de Buenos Aires. Tiene un
nombre de mujer el libro de mi amigo. Pero no es el tuyo, le escucho decir. No,
no es tu nombre que se repite una y otra vez. Tendré que deshojar la margarita
como ella deshoja las fotos que sacamos hace apenas un rato de una caja de
zapatos.
MÚSICA
DE JAZZ
Las sillas del jardín inclinadas sobre la mesa. Piedras y arbustos, una
maceta caída, vacía. En la pérgola, la parra colmada de racimos de no-amanecer.
La lluvia aún no cesó, pero es leve, fina, tan fina que acaricia como música de
jazz las chapas del techo. El interior es el exterior de mis cosas. El vidrio,
apenas humedecido, mi rostro.
UNA
HERMOSA VIDA
Me metí en el sueño de mi perro. Lo vengo haciendo desde antes que los
árboles se acolcharan de sombras. Vi bolsas de Eukanuba. Caricias a la mañana y
al atardecer. Una pelota de tenis que busca y trae algunos fines de semana. Un
gato en zapatillas deportivas que siempre escapa por la medianera de las
enamoradas. Inmensas y terrestres siestas al sol con pajaritos a sus anchas y a
sus patas. Una hermosa vida de perro. Y no quise salir, pensando que sus sueños
eran mejores que los míos.
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