viernes, 12 de mayo de 2017

Cristián Gómez Olivares



Cristián Gómez Olivares (Santiago de Chile / Cleveland, EEUU), Butterfly, Colectivo Semilla, Bahía Blanca, 2017.





















¿Puede un árbol producir terror?
¿Puede uno enamorarse de una hoja?
¿Se puede alumbrar con una linterna 

lo que no se dijo cuando era oportuno
decirlo?, ¿cuántas veces hay que definir
la palabra savia antes de recogerla

con las manos?, ¿cuántas veces ese árbol
se acuesta con nosotros?, ¿cuántos días
de la semana los dedicamos íntegramente

a alimentar sus raíces con una lluvia
que no es nuestra?, ¿cuántos días
a cambiar la historia?, ¿a abrir

mucho más temprano que tarde
las grandes alamedas?















Dora Markus

Has perdido el acento, te aseguran, en cuanto
te oyen pedir un kilo de reineta adobado con el mismo aceite
con que ayer se cocinara aquí en tu casa: pero el acento 
lo perdiste antes de partir, como si todo lo que pasó después 
fuera un pájaro que vuela alrededor de sí mismo, como si esos años 
en busca del santo grial hubieran llegado a su fin 
una vez que entramos a las librerías de nuestro pueblo 
pidiendo perdón por los errores que no hemos cometido
pero podríamos llegar a cometer. El pájaro en cuestión
chocaba con la luz del faro cada vez que ella se acercaba
anunciando la llegada del barco en el cual partiría.
En esas librerías buscábamos las primeras ediciones
donde estaba escrito que algún día tendría que volver.
Los peces son hermosos saliendo de las redes.
Pero son todavía más hermosos envueltos
en los diarios que anuncian su partida.
Que en aquellos que anuncian su llegada.














Limpiaparabrisas

Una nieve que todavía cae más blanca. 
Las excusas que presentan los alumnos.
El cheque imposible de cobrar.
El cruce de caminos en medio del bosque.
Y los autos que se aproximan hasta el cruce.
La gente que los conduce mientras habla por teléfono.
La fluctuación de las tasas de interés.
La inauguración de una librería en Buenos Aires.
Un bar abierto cuando todos están cerrando.
Una iglesia construida por los indígenas.
Una copa de agua vista desde lejos.
Dos árboles disputándose el favor del viento.
Los pañales desechables en la basura.
El modem para conectarse.
El uniforme todavía sin lavar.
Las persianas que daban al patio.
El reloj despertador y las pilas del reloj.
Las cajas donde echan la fruta.
La balanza en el negocio de la esquina.
La panadería que estaba al frente.
Las rejas de los edificios. Y el timbre
que pusieron después. Una calle
en el DF donde me bajé para ir
a la universidad. El taxi que me llevó.
La propina que le dejé. La distancia
que tuve que caminar. La glorieta
donde los alumnos me estaban esperando.
Las hojas dobladas de un libro a las que debe
su nobleza. El motor del auto que suena
como un presagio, un augurio que pasajeros
y conductor intentan desentrañar antes
de ese cruce de caminos donde los puntos
cardinales son un verbo y seguir por la ruta 
que venías equivale a tu forma de entender
la realidad: un plagio sin autor, una película
que se termina con la palabra fin, una obra 
de teatro sin público ni actores. Lecciones de tedio 
que nadie más podría ofrecer amparado simplemente
por un limpiaparabrisas. 































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