Ricardo Rojas Ayrala (CABA), Las nubes, Descierto, Buenos Aires, 2015.
Nube tres
Igual que la flecha joven enfurecida
en su violencia de filos, de huincas y de círculos,
que resucita casi todos sus sueños, con sus palmas,
sus insurgencias, sus hechizos y sus reclamos inmediatos,
en la matemática de las nubes más pasajeras y acompasadas,
usted, cómodamente, lo aguarda todo del cosmos,
del aire tan enrarecido y de ciertos seres,
funambulescos, cómplices e imaginarios,
que anhelan.
Nube ocho
La nube del geómetra
Luego, ¿qué es la nube?
Una fatalidad común de puntos que se funden en el desierto,
una intersección de ángulos desordenados y pomposos,
una revuelta de isósceles que exigen unas cuantas cosas,
mera incertidumbre donde, perfectamente, se puede esconder
la razón de los icosaedros, estas angustias interminables,
un alterado balde con agua para Pitágoras,
y todas, y cada una de las Armonías.
Nube dieciocho
Dos nubes solas en el cielo,
con un titubeante “dramatis personae”,
chiquitas, débiles, como un rastro de lo fugaz.
La primera, de la izquierda, simula ser el amor
con tan poca suerte. La otra, la segunda,
aún más chica y escuálida, simula ser
la pasión más arrebatadora
que todavía resplandece.
¿Y todo el vacío alrededor, entonces?
Puro desasosiego.
Nube veintiocho
Además de que teoriza desconocer el valor
de haber amado tanto, antes, en estos estertores;
además que deduce cierto añorar en la desposesión cotidiana,
en la supervivencia de alguna cosa, ínfima, insignificante,
de mal querer de esa manera brutal en todas sus estadísticas,
como cuando una nube abandona una forma, arrebatada;
además de que no lo sueña a usted de modo alguno,
de que no lo desea, y además de que tampoco lo piensa.
Así, tan sorprendidita de penumbras va la vida,
en su mameluco engrasado de insurgencias, de pena
y de soledad. Simplemente para atribularnos
otra vez, con sus siniestras “boutades”.
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