jueves, 10 de agosto de 2017

Diego Colomba



Diego Colomba (San Nicolás, Buenos Aires/Rosario, Santa Fe), La hospitalidad del mundo, e-book, Fiesta E-diciones, Pueblo Esther, 2017.






















Un creyente

De muchacho pensabas que podías tumbar los frutos maduros del árbol si los mirabas fijamente
pero hace tiempo que has dejado de creerle a esos mágicos poderes.
A esta altura del partido te rendís a lo evidente a la tangible podredumbre que late a tu alrededor:
ese limonero por ejemplo, o los naranjos, o esas aves torvas que murmuran en lo oscuro, o las chapas picadas del palomar
que crujen con el sol.
También tu mujer se echó a perder como una enredadera fuera de estación
y entonces descolgaste los crucifijos de las paredes se te deshicieron en las manos las ramitas de olivo que te hacía clavar cuando vivía.
Esta temporada felizmente concluye y no cosechaste aún las naranjas que se caen por su propio peso
a veces se abren por el golpe y la pulpa te parece una sustancia misteriosa
si te postrás como ahora en la gramilla.












Un electrón suelto en el aire

¿Qué cambiaría de tu vibrante porvenir el aleteo de una mariposa que se acerca a las asclepias y se aleja sin motivo?
No vienen a esta hora las calandrias a posarse en el tapial en busca de comida. Las lauchas siguen ciegas en el pastizal.
¿Tendrías que parar bien la oreja para saberlo? ¿Más cerca del batir de la monarca?
Pero esos grillos que te dejaron las máquinas y ahora te cantan al oído todo el día no te dejan:
podrías hacerte el sonso, que el misterio se pierda con olores, estampas, ruidos, comezones:
la mugre que arrastra tu espíritu en el día.
Dios también se ha hecho el distraído (con tanta hermosura inútil por todas partes) pensás
vos mismo salvando las distancias te has vuelto una persona que promete
que va y vuelve cuando la mesa está servida y ahora mismo
no sabe para qué.












Desintegración

Como si no hubieras entendido el chiste de las canciones te negás a dividir las aguas de la vida y el arte
con un sobretodo que llevás abotonado hasta el cuello a pesar del calor húmedo de noviembre
que puede hacerte sudar en exceso borronearte el maquillaje de los ojos y la boca.
Acá no hay nieve para tirarse entre palmeras quemadas pero la droga le pone un eléctrico brillo de misterio
a estas calles de empedrado a estas fachadas coloniales en ruinas.
Ahora que comprendiste que son los mismos dedos de Dios los que pulsan esas gruesas líneas de bajo
(el único instrumento que podrías aprender a tocar según vos en el poco tiempo que te queda)
que dejan atrás los punteos simples de guitarra la batería machacante las teclas tocadas con tres dedos
los rumores incluso del contagio en los baños del parque San Martín
y dan esa atmósfera de calles dolientes que caminás cuando la costra del polvo parece cernirse sobre todo
tu cuerpo cruza el pasto prohibido de la plaza martirizado por el color
deshaciéndote en desprolijos jirones de luz
como una metáfora viva.












El ritmo de las cosas

Encadenado al vaivén de la piedra que frotás ilusionado
con la luz que cae de canto
contra el filo de la pala de punta que sostenés con una mano
y un pie sobre la bomba
vos y yo vemos las mismas chispas en el aire que hace un rato
no existían.












Un modesto intento por repoetizar la poesía

En el poema superficial
una anciana
atravesada por la luz
que filtra
el mosquitero
contempla el ángel
que bebe
el matecocido
que ella misma
ha servido
y le dirige
una frase amorosa
en cocoliche;

en el poema profundo
una anciana oye
por el tamiz
del mosquitero
que las gallinas pelean
por la comida
que ella misma ha arrojado
con un balde
y piensa
antes de morir
que necesita
un ángel
como el que bebe
silencioso
su infusión
mientras sus alas
apenas
se mueven
manchadas
de luz
aunque los ángeles no existan.



































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